Redacción (Miércoles, 15-01-2014, Gaudium Press)
Habituémonos a ver todas las cosas en Dios
Los cristianos fervorosos que, como Francisca de Río Negro, se empeñan en seguir muy de cerca los pasos del Cordero, ofrecen a la Iglesia un elocuente testimonio del poder de la gracia sobre las almas. Aunque no hayan experimentado la felicidad de contemplar la figura del Maestro caminando por las calles de Cafarnaúm, predicando en la barca o curando a los enfermos, el intenso comercio con lo sobrenatural modela su interior según la más perfecta comprensión de las palabras proferidas un día por Jesús en Israel: «No os preocupéis con lo que es preciso para vuestra vida» (Lc 12, 22), o todavía: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis» (Lc 12, 7).
Al calor de esas divinas promesas, los justos adquieren la entrañada certeza de estar orientando sus existencias en función de una realidad toda hecha de predilección, más elevada que la terrena. Se saben instrumentos para la exaltación del Creador, incluso cuando no alcanzan a vislumbrar de inmediato la forma en que eso será realizado. Ellos parecen repetir, por la alegre aceptación tanto de las bonanzas como de las borrascas, las palabras que la Madre Francisca escogió para divisa suya: «¡Hágase! ¡Aleluya!». 1
Alcanzar ese heroico grado de abandono a la Providencia Divina es privilegio de unos pocos, mas todos cuantos se consideran discípulos del Buen Pastor deben tener certeza de que Él nos conduce por camino seguro (cf. Sl 22, 3), conoce nuestras necesidades (cf. Lc 12, 30), y es incomparable en los designios a nuestro respecto (cf. Sl 39, 6).
De ahí que el padre Garrigou-Lagrange, eminente dominico que fue director espiritual y biógrafo de la Madre Francisca, nos invite a recibir con ánimo generoso todos los acontecimientos de la vida presente: «Habituémonos poco a poco a ver, en la penumbra de la fe, todas las cosas en Dios: los sucesos agradables, como señal de su bondad; los acontecimientos adversos e imprevistos, como un apelo a subir más alto, como gracias ocultas, purificadoras, a veces mucho más preciosas que las propias consolaciones. San Pedro estaba más próximo de Dios cuando extendía sus brazos para ser crucificado, que en la cumbre del Tabor». 2
El ejemplo de San Pedro
Almas puede haber que no sientan en sí esa generosa disposición interior. A ellas cabe aplicar la justa amonestación que, con un timbre de voz impregnado de compasión, Nuestro Señor hizo a San Pedro: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14, 31).
Pero es importante recordarles también cuánto el Príncipe de los Apóstoles tuvo sus impulsos interiores transformados por la acción del Espíritu Santo, después de Pentecostés. Ya no se turbaba ante las mayores contrariedades, predicaba con audacia en el Templo (cf. At 3) y escribía a las ovejas de su rebaño: «Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros» (I Pd 5, 7).
Renovado por el soplo del Paráclito, era él impelido a no contemplar la realidad de la vida presente con la pusilanimidad de los días antiguos, sino a descubrir a cada paso -hasta en los mayores sufrimientos- los designios que la benevolencia de Cristo le reservara: «Si sois ultrajados por causa del nombre de Cristo, bienaventurados sois» (I Pd 4, 14).
Bajo ese prisma sobrenatural, de confianza en los designios de Dios y en la acción del Espíritu Santo, la vida humana se reviste de extraordinario significado, pasando a ser como un turíbulo capaz de ofrecer incienso odorífico al trono de la Santísima Trinidad. Y tanto más alto llegará el sacrificio de alabanza, cuanto más confiado sea el «sí» del alma a los dictámenes de la Providencia: «Es cuanto exijo de mis servidores; tal será la prueba de que me aman», dijo el Señor a Santa Catalina de Siena. 3
Bondad inagotable de Jesús
Abandonarse en los brazos de la Providencia constituye una obra de amor, solo realizable por aquellos que se dejan conquistar por Jesús. En el transcurso de su vida pública, numerosos son los ejemplos de los que pasaban a esperar del Divino Maestro el rumbo para sus destinos, apoyados en la bondad inagotable de la cual Él daba pruebas.
Al paralítico extendido en el lecho, Nuestro Señor hizo una mirada llena de conmiseración, y dijo: «Hijo, ten confianza, te son perdonados los pecados» (Mt 9, 2). Y en seguida lo curó. A la mujer enferma, impelida por su fe a tocarle la orla del manto, exclamó: «Ten confianza, hija, tu fe te salvó» (Mt 9, 22).
Crucificado, en la Iglesia del Triunfo, Cuzco, Perú Foto: Gustavo Kralj |
También los niñitos, conducidos por sus madres, se lanzan en los brazos de Cristo y auscultan las pulsaciones de aquel Corazón cuyas delicias consisten en estar con los hijos de los hombres. Más adelante, encontramos a Zaqueo encima del árbol, dispuesto a cambiar los lucros ilícitos por la amistad de Cristo. Y ni siquiera los griegos están ajenos a esa presencia arrebatadora, pues ellos se aproximan a Felipe y le imploran: «¡Queremos ver a Jesús!» (Jn 12, 21).
Todos reciben la cura del cuerpo y del espíritu, sintiéndose blanco de una ternura desconocida, que disipa las tinieblas y ahuyenta las angustias. Más todavía, el ímpetu de un amor tan excelente transforma los criterios de aquellas almas, cambiando la figura de un Señor al cual se sirve, por la de un Padre a quien se ama: «Padre nuestro que estás en el Cielo» (Mt 6, 9).
Pues bien, quien hoy así se presenta delante del Redentor, también tiene abiertas delante de sí las puertas de su Corazón. Como cuando vivía sobre la tierra, Él se dirige sobre nuestras debilidades y nos trata con esa indecible misericordia, dándonos motivo para de Él esperar todo cuanto necesitamos, seguros de que quien por nosotros ofreció su propia vida nada nos negará.
Las «armas de la luz»
Muchas son las razones para incentivarnos a la confianza. La Eucaristía constituye, ciertamente, la mayor de ellas, por ser «fuente y centro de toda la vida cristiana», 4 alimento de la vida sobrenatural en el mundo. Donde haya un tabernáculo, allí estará el origen de toda alegría, la solución de todos los males, la luz para cualquier camino oscuro.
Quien se aproxima al Santísimo Sacramento y, más todavía, quien comulga, recibe una fuerza espiritual superior a las energías humanas, prefigurada por el pan llevado por un Ángel al profeta, en el desierto: «Elías se levantó, comió y bebió y, con el vigor de aquella comida, anduvo cuarenta días y cuarenta noches, hasta Horeb, la montaña de Dios» (I Rs 19, 8). No sin razón, afirma San Pedro Julián Eymard: «La virtud característica de la contemplación de la Eucaristía y de la Comunión – unión perfecta a Jesús – es la fuerza». 5
A pesar de ese auxilio, la debilidad todavía puede persistir en nuestra naturaleza decaída. De ahí que herejes como los albigenses y los jansenistas hayan difundido un sentimiento de desespero, dedicándose a esparcir la creencia de ser el pecado un mal irremediable, proprio a alejarnos definitivamente de Dios. ¡Nada más engañoso! ¿Quién puede sustentar que la Preciosísima Sangre derramada en el madero no es suficiente para expiar todas nuestras faltas?
En la penumbra del confesionario, cuando el penitente declina sus culpas al ministro de Cristo y recibe la absolución, se derraman sobre él, una vez más, los méritos del Sacrificio del Mártir de Gólgota, restituyéndole la gracia, los dones y virtudes tal como él los poseía en el día del Bautismo. Una paz suave y difícil de ser descrita se sigue al perdón. ¡Todo fue borrado!
Compadecido todavía de nuestra orfandad, y deseando revelarnos el lado materno de su Divinidad, el Señor nos ofreció el tesoro que le era más querido: María, su Madre, cuyo poder de intercesión fue así exaltado por San Bernardo: «Si la sigues, no te desviarás; si recurres a Ella, no te desesperarás. Si de Ella te acuerdas, no caerás en el error. Si Ella te sustenta, no te precipitarás. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por Ella, no te fatigarás; con su favor, llegarás a puerto». 6
Las «armas de la luz» (Rm 13, 12), de las cuales San Pablo nos recomienda hacer uso, no son apenas esas aquí enunciadas. Enumerarlas es casi imposible; escapan a cualquier cálculo, pertenecen a la «multiforme gracia de Dios» (I Pd 4, 10). Nos cabe, esto sí, recibirlas con provecho y en ellas confiar, agradecidos por el hecho de Dios concedernos mucho más de lo que pedimos y merecemos: «Os exhorto a no recibir la gracia de Dios en vano» (II Cor 6, 1).
Regla de oro en nuestros días
Atravesamos días oscuros, innegablemente. Donde caen nuestros ojos, allí está el error, la violencia, el egoísmo y el pecado, en la mayoría de las veces en situaciones tan complejas al punto de redundar en fracaso las mejores iniciativas para revertirlas.
Esta realidad no impide la actuación de la gracia. Al contrario, debemos recordar que las horas difíciles son también las horas de la Divina Providencia, en las cuales Ella actúa en el fondo de las almas y allí obra prodigios no menores que los narrados por los Libros Sagrados o por los apasionantes volúmenes de la Historia de la Iglesia.
En nuestros días, la confianza tiende a afirmarse cada vez más como la regla de oro, el farol de las almas fieles que no niegan su testimonio de ufanía, sino se empeñan en transmitir al hombre de hoy la certeza de la bondad de Nuestro Señor. Y, junto con ella, la palabra con la cual el Maestro instruyó a sus más íntimos amigos: «¡Tened confianza! ¡Yo vencí al mundo!» (Jn 16, 33).
Por la Hna. Carmela Werner Ferreira, EP
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Notas
1 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. Madre Francisca de Jesus. São Paulo: Tipografia Beneditina Santa Maria, 1940, p.32.
2 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. La Providencia y la confianza en Dios. 2.ed. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1942, p.133.
3 SANTA CATARINA DE SENA. Diálogo sobre a Divina Providência. 8.ed. São Paulo: Paulus, 2004, p.222.
4 Lumen Gentium, n.11.
5 SÃO PEDRO JULIãO EYMARD. A Divina Eucaristia. São Paulo: Loyola, 2002, v.I, p.97.
6 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Sermo II in Laudibus Virginis Matris. In: Obras Completas. 2.ed. Madrid: BAC, 1994, v.II, p.639.
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