Redacción (Martes, 28-01-2014, Gaudium Press) La búsqueda de la verdad es tan antigua como el propio hombre, y no hay uno solo entre los seres racionales que no desee poseerla. Por otro lado, la privación de ese excelente bien acaba dando a la colectividad humana un aspecto desfigurado, que se explica por la adhesión a falsas doctrinas o a medias verdades. Nuestra sociedad occidental es un ejemplo de esa profunda carencia que no encuentra en los avances de la técnica, ni en la fugacidad de los vicios una respuesta satisfactoria.
Un niño que buscaba lo Absoluto
Pero al final, ¿Qué es la verdad? Ésta era una de las preguntas que el pequeño Tomás hacía en sus tiernos cinco años de edad. Según una costumbre de la época, su educación fue encomendada a los benedictinos de Monte Carmelo, lugar donde se trasladó. Viendo a un monje cruzar con gravedad y recogimiento los claustros y corredores, tiraba insistentemente de la manga de su hábito y le preguntaba: «¿Quién es Dios?». Descontento con la respuesta que, aunque verdadera, no satisfacía enteramente su deseo de saber, esperaba que pasara otro hijo de San Benito y también le preguntaba: «Hermano Mauro, ¿Me puede explicar quién es Dios?» Pero… ¡qué decepción! De nadie conseguía la explicación deseada. ¡Cómo las palabras de los monjes eran inferiores a la idea de Dios que aquel niño poseía en el fondo de su alma!
Fue en ese ambiente de oración y serenidad que transcurrió feliz la infancia de Santo Tomás de Aquino. Nació allá por el año de 1225, benjamín de los condes de Aquino, Landolfo y Teodora. Intuyendo para el pequeño un futuro brillante, sus padres le proporcionaron una robusta formación. Mal podían imaginar que él sería uno de los mayores teólogos de la Santa Iglesia Católica y la roca fundamental del edificio de la filosofía cristiana, el punto de convergencia en el cual se reunirían todos los tesoros de la teología hasta entonces acumulados y del que partirían las luces de las futuras explicitaciones.
La vocación puesta a prueba
Siendo muy joven todavía, Santo Tomás partió hacia Nápoles con el fin de estudiar gramática, dialéctica, retórica y filosofía. Las materias más arduas, que cuestan hasta a los espíritus más robustos, no pasaban de ser un simple juguete para él. Mientras, en ese periodo de su vida, no avanzó menos en santidad de lo que en ciencia. Su entretenimiento era rezar en las diversas iglesias y hacer el bien a los pobres.
Todavía en Nápoles Dios le manifestó su vocación. Sus padres deseaban verlo benedictino, abad en Montecassino o arzobispo de Nápoles, sin embargo, el Señor le trazaba un camino bien diferente. Era en la Orden de los Predicadores, recién fundada por Santo Domingo, donde la gracia habría de tocarle al alma. Santo Tomás descubrió en los dominicos el carisma con el cual se identificó por completo. Después de largas conversaciones con Fray Juan de San Julián no dudó en ingresar a la Orden y hacerse dominico a los 14 años de edad.
Acostumbra la Providencia Divina fraguar en el crisol de los sufrimientos a las almas que confiere un llamamiento excepcional, y Santo Tomás no escapó a esta regla. Cuando su madre supo de su ingreso en los dominicos, se llenó de furia y quiso sacarlo a la fuerza. Huyendo a París, con el objetivo de escapar de la tiranía materna, el santo doctor fue atrapado por sus hermanos que lo buscaban con todo empeño. Después de apalearlo brutalmente, probaron despojarlo de su hábito religioso. «Es una cosa abominable -dirá después Santo Tomás- querer reclamar al Cielo por un don que de él recibimos».
Así capturado, lo llevaron hasta la madre, intentó hacerlo abandonar sus propósitos, en la incapacidad de convencerlo, encargó a sus dos hijas que disuadieran a cualquier precio al hermano «rebelde». Con palabras seductoras, ellas le mostraros las mil ventajas que el mundo le ofrecía, hasta la de una prometedora carrera eclesiástica, siempre que renunciase a la Orden Dominica. El resultado de esta entrevista fue asombroso: una de las hermanas decidió hacerse religiosa y partió hacia el convento de Santa María de Capua, donde vivió santamente y fue abadesa. ¡Es la fuerza de la convicción y el poder de persuasión de este hombre de Dios!
Enfrentamiento decisivo
Harta de sus vanos esfuerzos, la familia tomó una medida drástica: lo encarceló en la torre del castillo de Roccasecca, con la intención de mantenerlo en ese estado mientras no desistiese de su vocación. En completa soledad, el santo pasó allí casi dos años, que fueron aprovechados en profundizar en las vías de la contemplación y del estudio. Los frailes dominicos le compañaban espiritualmente a través de oraciones y le nviaban con audacia libros y nuevos hábitos que llegaban a sus manos a través de sus hermanos.
Como pasaba el tiempo sin que el joven detenido decayera, sus hermanos -instigados por Satanás- prepararon un plan execrable: enviaron a la torre a una mujer de malas costumbres para hacerlo caer en pecado. A pesar de todo, Santo Tomás hacía mucho que se había fortalecido en la práctica de todas las virtudes, y no se dejaría arrastrar. Viendo aproximarse a aquella perversa mujer, cogió del fuego una brasa encendida y con ella se defendió de la infame tentadora, que huyó asustada para salvar su propia piel.
¡Insigne victoria contra el enemigo de la salvación! Reconociendo en este episodio la intervención divina, Santo Tomás trazó con la misma brasa una cruz en la pared, se arrodilló y renovó su promesa de castidad. Complacidos por este gesto de fidelidad, el Señor y su Madre le mandaron un sueño durante el cual dos ángeles le ciñeron con un cordón celestial, diciendo: «Venimos de parte de Dios a conferirte el don de la virginidad perpetua, que a partir de ahora será irrevocable».
Nunca más Santo Tomás sufrió tentación de concupiscencia o de orgullo. El título de Doctor Angélico no le fue dado únicamente por haber transmitido la más alta doctrina, sino también por haberse asemejado en todo a los espíritus purísimos que contemplan la cara de Dios.
El alumno supera al maestro
Ahora con el permiso de los suyos, Santo Tomás partió para consolidar su formación intelectual en París y Colonia. Se hablaba mucho de la predicación que hacía en esta última ciudad el obispo San Alberto Magno, el más prestigioso maestro de la Orden de los Predicadores. Santo Tomás rezó, pidiendo conocerlo y recibir de él las maravillas de la fe, y para alegría suya, fue atendido. Lo que san Alberto Magno no podía imaginar es que aquel humilde fraile, de pocas palabras y de presencia discreta, tuviese una envergadura espiritual tan grande.
Cierto día, cayó en las manos del maestro un texto escrito por su alumno. Admirado por la profundidad del contenido, pidió a Santo Tomás que expusiera ante la clase aquel tema. El resultado fue una explicación sorprendente en todo, en la cual los demás alumnos comprobaron qué temerario era el juicio peyorativo que hacían de su compañero: él logró explicitar con más riqueza, expresividad y claridad que el propio san Alberto.
De ahí en adelante, la vida del Doctor Angélico fue una secuencia de sublimes prestados a la sagrada teología y a la filosofía. A los 22 años de edad interpretó con genialidad la obra de Aristóteles; a los 25; junto a San Buenaventura, obtuvo el doctorado en la Universidad de París. Estos dos arquetipos doctrinarios se tenían una recíproca admiración, hasta el punto de disputar afectuosamente, sobre el día que recibirían el título máximo, quién sería nombrado primero, cada cual deseando al otro la primacía.
Obra portentosa
Tan vasta es la obra tomista que la simple enumeración de sus escritos ocupa varias páginas. Forman un total de casi sesenta grandes obras – entre comentarios, sumas, cuestiones y opúsculos – de las cuales no está excluida ninguna de las grandes preocupaciones del espíritu humano.
Su prodigiosa memoria le permitía retener todas las lecturas que hiciera, entre ellas, la Biblia, las obras de los filósofos antiguos y los Padres de la Iglesia. Cada una de las ochenta mil citaciones contenidas en sus escritos brotaron espontáneamente de su prodigiosa retentiva. Jamás precisó leer dos veces el mismo texto. Al serle preguntado cuál era el mayor favor sobrenatural que recibiera, después de la gracia santificante, respondió: «Creo que el de haber entendido todo cuanto leí».
En sus obras vemos una increíble agudeza de espíritu, un raro don de formular y una superior capacidad de expresión. Acostumbraba resolver cuatro o cinco problemas al mismo tiempo, dictando a diversos escribanos respuestas definitivas a las cuestiones más oscuras. No sucumbió al peso de sus conocimientos, sino que, al contrario, los armonizó en un conjunto incomparable que tiene en la Suma Teológica la más brillante manifestación.
Sabiduría y oración
Hablar de las cualidades naturales del Doctor Angélico sin considerar la supremacía de la gracia que resplandecía en su alma sería una deturpación. Fray Reginaldo, su fiel secretario, dice haberlo visto pasar más tiempo a los pies del crucifijo que en medio de los libros.
A fin de obtener luces para solucionar intrincados problemas, el santo doctor hacía frecuentes ayunos y penitencias, y no era poco frecuente que el Señor le atendiera con revelaciones celestiales. En cierta ocasión, mientras rezaba fervorosamente pidiendo luces para explicar un pasaje de Isaías, se le aparecieron San Pedro y San Pablo y le esclarecieron todas las dudas.
Recurría también a Jesús Sacramentado. A veces, colocaba la cabeza en el sagrario y rezaba prolongadamente. Aseguró después haber aprendido más de esta forma que en todos los estudios que hiciera. Por su entrañado a amor a la Eucaristía compuso el Pange Lingua y el Lauda Sion para la fiesta del Corpus Christi: obras primas jamás superadas.
Un día, estando inmerso en la adoración a Jesús Crucificado, el Señor se dirigió a él con estas palabras:
– Escribiste bien sobre Mí, Tomás. ¿Qué recompensa quieres?
Nada más que a Vos, Señor – respondió él.
Una recompensa demasiadamente grande
En 1274 Santo Tomás partió hacia Lyon con el fin de participar del Concilio Ecuménico convocado por el Papa Gregorio X, pero en el camino enfermó gravemente. Como no había ninguna fundación dominica cercana, fue llevado a la abadía cisterciense de Fossanova, donde falleció el 7 de Marzo, antes de cumplir los 50 años de edad. Sus reliquias fueron transportadas a Toulouse el 28 de Enero de 1369, día en el que la Iglesia Universal celebra su memoria.
Al recibir por última vez la sagrada eucaristía, dijo él:
«Yo recibo el precio del rescate de mi alma, Viático de mi peregrinación, por cuyo amor estudié, vigilé, trabajé, prediqué y enseñé. He escrito tanto y tan frecuentemente, he discutido sobre los misterios de vuestra Ley, oh mi Dios; sabéis que nada deseé enseñar que no hubiese aprendido de Vos. Si lo que escribí es verdad, aceptadlo como un homenaje a vuestra infinita majestad; si es falso, perdonad mi ignorancia; consagro todo lo que hice y lo someto al infalible juicio de vuestra Santa Iglesia Romana, en la obediencia a la cual estoy preparado para partir de esta vida.»
¡Bello testamento de elevada santidad! La Iglesia no tardó en glorificarlo, elevándolo a la gloria de los altares en 1323. En la ceremonia de canonización, el Papa Juan XXII afirmó: «Tomás solo iluminó a la Iglesia más que todos los otros doctores. Tantos son los milagros que hizo como las cuestiones que resolvió». En el Concilio de Trento, las tres obras de referencia puestas sobre la mesa de la asamblea fueron la Biblia, los Hechos Pontificales y la Suma Teológica. Es difícil explicar lo que la Iglesia debe a este hijo sin par.
De la fe extraordinariamente vigorosa del Doctor Angélico brotaba la convicción profunda de que la Verdad en esencia no es sino el propio Dios, y a partir del momento en que ella fuese proclamada en su integridad, sería irrecusable y triunfante. Es el gran mérito de su doctrina inmortal: ella continúa resonando a lo largo de los siglos, pues nada puede derrumbar la supremacía de Cristo.
En Santo Tomás la Iglesia contempla la realización plena de la oración hecha por el Divino Maestro en los últimos momentos que pasó en esta tierra: «Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad; tu palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan a ti por medio de la verdad». (Jn 17, 17-19).
(Revista Heraldos del Evangelio, Enero/2008, n. 73, pag. 32 a 35)
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