Redacción (Jueves, 06-01-2014, Gaudium Press) Imaginémonos a un pincel capaz de ver, pensar, querer y sentir -como el ser humano- y puesto en la mano de un gran pintor. Viendo cómo surge poco a poco en la tela la obra maestra, ciertamente se pondría contento al sentirse un instrumento indispensable para su realización.
Pues bien, en relación a Dios, todos nosotros somos como pinceles puestos en las manos del Divino Pintor, para la ejecución de su obra en las almas. Esto no significa que seamos instrumentos necesarios -porque Él puede hacerlo todo sin ayuda de persona alguna- sino porque, en su infinita Sabiduría, Él desea nuestra cooperación.
A veces Dios les habla directamente a las almas, de forma irresistible, como a Saulo en el camino de Damasco.
No obstante, con frecuencia Jesús se limita a susurrar en el fondo de los corazones: «Vuélvete hacia Mí… ¡Mira, la felicidad no está en el placer pecaminoso, sino en la práctica de la virtud! Piensa en la eternidad… Recurre a mi Madre, Ella vendrá en tu auxilio.»
Infelizmente, la inmensa mayoría de los hombres son sordos, o casi, a estas insistentes llamadas de la gracia. Pero Nuestro Señor, aún rechazado de esta manera, no desiste. Él quiere pintar en todas las almas la más excelsa obra maestra que pueda existir: su propio rostro divino.
Durante la ejecución de esa sublime pintura aparece nuestro papel de «pincel de Dios». A cada momento, Él nos pide a cada uno la colaboración en su grandiosa obra de santificar las almas.
¿Cómo podemos responder SÍ a ese pedido?
De un modo muy sencillo, en la rutina de la vida diaria. En primer lugar rezando, pues en materia de apostolado nada se hace sin la gracia. También es muy importante dar buen ejemplo, una de las invitaciones más eficaces a la conversión; en la ocasión precisa, decir una palabra de estímulo o de consuelo; dar un consejo oportuno; recomendar la lectura de un buen libro o una buena revista; invitar a Misa o a rezar el rosario. En fin, hasta con una simple mirada podemos ser instrumentos útiles y conducir hacia Dios, por medio de María, a nuestros hermanos en la fe.
Si nos disponemos a ser pinceles dóciles en manos del Divino Pintor, experimentaremos una de las mayores recompensas que se puedan tener en esta tierra: la alegría de ver la acción de la gracia purificando y transformando las almas de los que son objeto de nuestro apostolado. ¡E infinitamente más grande será la recompensa que recibiremos en el Cielo, por toda la eternidad!
Por el P. Francisco Araujo, EP
(Revista Heraldos del Evangelio No. 27 – Marzo 2004)
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