Redacción (Martes, 18-02-2014, Gaudium Press) El Beato Fra Angélico, un devoto religioso dominico y uno de los más grandes exponentes del arte sacro en la historia, es el ejemplo viviente de cómo el ser humano está llamado a orientar su vida a Dios y a ordenar hacia Él sus más elevadas capacidades. «Quien hace las cosas de Cristo, debe estar siempre con Cristo», fue el lema de su vida, según recordó con motivo de su beatificación el hoy Beato Papa Juan Pablo II en su Motu Proprio QUI RES CHRISTI GERIT, de 1982.
La Virgen de la Humildad, del Beato Fra Angelico, conservada en el Museo Thyssen-Bornemisza, en depósito en el MNAC de Barcelona. |
El Pontífice señaló en el Beato «la perfecta integridad de vida» y «la belleza casi divina de sus pinturas», muchas de ellas dedicadas a exaltar a la Santísima Virgen María. Esta unión estrecha de belleza y virtud fue un valioso testimonio que perdura en la historia y que es patente no sólo a los creyentes, sino a innumerables personas que se sienten atraídas ante la perfección técnica de sus pinturas y que admiran en ellas la participación de la perfección divina que le Beato artista quiso imprimirles como legado.
Nacido a finales del siglo XIV, el Beato Fra Angélico sintió la llamada al servicio de Dios desde su adolescencia y pidió ser admitido en la Orden de los Frailes Predicadores de estricta observancia en Fiésole, Italia. Allí tomó su nombre religioso: Fray Juan de Fiésole. El religioso vivió las progresivas responsabilidades que se le confiaron alternándolas con su dedicación a la pintura, que le fue mereciendo un progresivo reconocimiento.
Sus contemporáneos describían sus primeras obras como la Anunciación de Cortona y la Coronación de la Virgen en Fiésole como si parecieran haber sido pintadas por un santo o un ángel. Entre 1438 y 1445, vivió en el convento de San Marcos, cuyo prior sería más adelante Obispo de Florencia, y se le encargó decorar las celdas la sala capitular, el atrio y el retablo del altar del templo.
El Papa Eugenio IV pudo apreciar la belleza de esta decoración y lo llevó a Roma para que decorara un oratorio en la Iglesia de San Pedro y la Capilla del Santísimo en el Palacio del Vaticano. Dicho lugar fue descrito por un autor anónimo como «verdaderamente el paraíso». El Papa no sólo vio esta prodigiosa habilidad, sino la calidad del testimonio de vida del religioso, que continuaba la observancia de su regla y mantenía su humildad. Intentó sin éxito que aceptara la sede de Florencia, pero el Beato se consideró indigno y recomendó al Pontífice a Fray Antonino Pieroti para este ministerio.
El Papa Nicolás V, quien sucedió a Eugenio IV, también admiró profundamente al Beato y le encomendó varias tareas, en las cuales el religioso siguió aplicando su arte, «que se asemejaba a una oración pintada», en palabras del Beato Juan Pablo II. Tras estos trabajos, falleció finalmente en el convento de Santa María de la Minerva, en Roma, «después de una vida adornada por un arte sublime, e ilustrada todavía mejor por las virtudes humanas y religiosas», agregó el Beato Papa. Era el 18 de febrero de 1455.
Si puede agregarse algo a este semblante trazado por el Beato Pontífice para la beatificación del artista, sería probablemente un deseo. Que la vida de nosotros, los creyentes, sea una obra de arte de extraordinaria belleza, capaz de transmitir a los demás esa imagen de la perfección y el amor de Dios. Que el testimonio de santidad de un religioso dedicado al culto de Dios a través de la pintura pueda recordarnos admirar la belleza en un sentido trascendente y servirnos de la creación que nos rodea para elevarnos a las cumbres de la contemplación de Dios.
Las obras artísticas del Beato Fra Angelico, notablemente admirables, son apenas un reflejo – necesariamente pálido – de la plenitud que representan. Pero son una huella de esperanza para el alma, que sabe desde lo profundo de su naturaleza de su llamado a la Verdad, a la Belleza y al Bien.
Gaudium Press / Miguel Farías.
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