Redacción (Martes, 18-02-2014, Gaudium Press) Volvamos nuestra mirada al pasado, al tiempo de las catedrales, los castillos y los grandes reyes. Reportémonos a un edificio bien fortificado, erguido en la cumbre de un imponente monte, rodeado de un lindísimo jardín con fuentes y alamedas. Desde lo alto de esa fortaleza un poderoso monarca observa vigilante a sus queridos vasallos que, atentos y obedientes, trabajan en armonía para el buen funcionamiento del reino.
De entre esos súbditos había un campesino que tranquilamente labraba su tierra y que súbitamente observó que, por primera vez en aquel año, el manzano produjera atrayentes frutos, tanto por el tamaño como por el color. El campesino asombrado abandonó el trabajo y se puso rápidamente a coger los frutos. Pero, ¿cuál la razón de tanta prisa? Por acaso, ¿habría de enviarlos a alguien?
Sin duda alguna, al ver aquellas manzanas, el campesino se acordó del señor de aquellas tierras y resolvió obsequiarle en retribución por todo lo que de él había recibido. Entretanto, lo que deseaba el campesino, más que ofrendar aquellos frutos, era prestar un acto de vasallaje con el objetivo de contentar al monarca.
Siendo así, el hombre cuidadosamente cogió las manzanas, las colocó en una cesta y se dirigió al castillo. Al llegar, explicó al guardia que traía las primicias de los frutos del año y pedía que fuesen presentadas a la reina para que ella, a su vez las ofreciese al rey cuando le pareciese oportuno.
La reina, conocida por su extrema bondad, entendió bien la intención del campesino. Ella misma tomó las manzanas, las lavó, las colocó en una bella bandeja de plata con incrustaciones de rubíes y esmeraldas. Ordenó, pues, al mayordomo que la trajese cuando ella estuviese a la mesa con su majestad, a fin de presentarle los frutos. Y así fue hecho. Cuando llegó el momento del rey servirse de las frutas, la propia reina tomó la bandeja y la presentó a su esposo, explicándole cuál era su proveniencia. Aquellas manzanas, ofertadas por las manos de la reina, habían tomado otro colorido y más íntimamente habían tocado el corazón del rey.
El rey, tomando una de las manzanas, la observó y, satisfecho dijo a la reina que este gesto del campesino le había agradado sobremanera, y que deseaba recompensarlo. La reina sonrió y constató que el deseo del campesino se había realizado.
¿No podría el campesino haber presentado directamente al rey las frutas que había cogido? ¿Tendría necesidad de hacerlas pasar por las manos de la reina? Absolutamente hablando, no. Con todo, ¡cuán menos habría agradado al soberano haberlas recibido directamente de las manos de este pobre obrero!
Pues bien, esa historia -basada en una enseñanza de San Luís Maria Grignion de Montfort 1- nos muestra cuán importante es el papel de la mediación en nuestra vida: nuestras oraciones y súplicas pasan a tener una audiencia especial delante de Dios cuando sabemos servirnos de la Reina del Cielo y de la Terra. Ella, por su cooperación en el Sacrificio Redentor de Cristo y por su maternidad espiritual, mereció el título de medianera y distribuidora universal de todas las gracias 2.
Por la Hna. Elen Coelho, EP
1 SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado da Verdadeira Devoção à Santíssima Virgem, n.147. 31.ed. Petrópolis: Vozes, 2002, p. 142.
2 CLÁ DIAS, João Scognamiglio. Pequeno Ofício da Imaculada Conceição Comentado. 2.ed .São Paulo: Loyola, 2011, v.II, p. 125.
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