Redacción (Lunes, 24-02-2014, Gaudium Press) Atrapado en una pose angelical, el genio retratista de Gainsborough (1727-1788) dejó para la posteridad un instante de la vida de un niño anónimo observándonos, que hoy reposa en una galería de arte de California.
Es un infante de porte aristocrático y mirada segura que por la posición del codo recuerda al infeliz Carlos I de Inglaterra, pintado por Van Dyck en traje de cacería y su elegantísimo brazo a la cintura, mostrando un codo regio sin pretensión y en total armonía con la apariencia de todo su cuerpo. El continente y la compostura del temprano adolescente pareciera el eco pictográfico de aquel rey asesinado por Cronwell y su furia igualitaria.
Decir que Giansborough pintó más el alma que el cuerpo de este niño vestido de azul podría parecer ya un lugar común. Pero es que sinceramente es muy difícil estar más allá o más acá de esa apreciación. Ni una cámara fotográfica podría retener la belleza psicológica, la herencia genética invisible al ojo humano, la educación recibida, incluso los gustos, los sueños y las experiencias de la vida de este niño entrando ya en la adolescencia y preparándose para ser enteramente un auténtico Lord.
Cumple resaltar con especial satisfacción que tanto el pintor como el modelo no podrían haber sido sino hijos de una cultura y una civilización altamente refinadas que llevó tanto al uno como al otro a un grado de perfección humana que nos habla de modales y costumbres, de trato y comportamiento, de armonía en la convivencia humana como solamente puede ser superada en la corte celestial. Si Gainsborough hubiese sido oriental habría resaltado el paisaje, el entorno pero no la personalidad. La idea sin duda era retratar un hijo de familia, un niño seguro de sí mismo, un infante dejándose educar y caminando firmemente para su plena realización personal con la certeza de que se encontrará algún día con su ángel custodio delante de lo trascendente y lo imponderable cuando su alma vaya a ser juzgada. Parece que acabara de hacer su primera comunión sacramental y estuviera poseído por un espíritu sublime y enfeudado a Dios.
No es menos cierto que Gainsborough y probablemente el niño no eran católicos; Inglaterra estaba ya en manos del anglicanismo pero todavía ella era muy próxima a la catolicidad. En fin, por qué no afirmarlo con ufanía, todavía era muy cristiana. Y en los tintes y las mezclas coloridas que el pintor usó estaba sin duda también mezclada místicamente la sangre inmaculada de nuestro adorable Redentor.
Infelizmente el famoso cuadro ha sido sometido a todo tipo de vejámenes y distorsiones caricaturescas, como solamente en este siglo se podría haber hecho. Lo han copiado disfrazado, con expresiones soeces, entre frases abyectas y retoques infames. Lo han falsificado con pequeños matices para deformarlo. Es el odio a lo bello, a lo sublime que no tolera ya nada de maravilloso sobre la faz del planeta y hace lo posible por destruir en la memoria colectiva de la humanidad lo que todavía nos convoque a la admiración, a la veneración o la ternura.
Sin embargo el niño ha sobrevivido allí, de pie, plantado noblemente y mirándonos de frente. Un pequeño «Gran Señor» que conserva la inocencia y no le tiene miedo el juicio de los hombres. Si cobrara vida repentinamente, es de presentir que con un gesto aristocrático y una leve inclinación pausada nos saludaría llevando hacia delante su sombrero emplumado, dejando aparecer una educada sonrisa muy formal y apropiada para la circunstancia y presentándose desinhibido con su nombre y títulos completos, sin ninguna pretensión, pues en ese niño vestido en seda azul están también pintados sus modales y la educación que recibió.
Thomas Gainsburough logra contrastar felizmente la figura y el paisaje de fondo un tanto tosco y lóbrego. Diríase que una tempestad está empezando y el ángel azul de los relámpagos tomó la forma humana para presentarse y darnos seguridad con su mirada intensa y tranquila.
Por Antonio Borda
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