Washington (Lunes, 03-03-2014, Gaudium Press) El Padre Richard Pagano apenas va a cumplir un año de haber sido ordenado, para los sacerdotes de San Vicente de Paúl. Pero en su vida no faltan las muchas experiencias. Tiene 31 años.
Padre Richard Pagano, aún siendo diácono |
Sólo tenía dos, cuando sus padres se separaron y él tuvo que ir a vivir a Nueva York con su madre y hermana en casa de los abuelos. Pero de esa niñez temprana conserva recuerdos felices. «Algunos de mis mejores momentos de la infancia son de la iglesia y de la familia»; junto con tíos, abuelos, madre y hermana iban a la parroquia de Santa Catalina de Alejandría en Blauvelt: la «casa de Dios», como la llamaba su madre.
Entretanto, su carácter iba tomando características que ameritaban calificarlo como «salvaje», un temperamento indomable. Se destacaba en el baloncesto, que comenzó a practicar con 5 años de edad. Jugó en el equipo del colegio y luego ingresó como junior en un equipo de baloncesto universitario, hasta el día en que por mal comportamiento extra-cancha fue expulsado de un campeonato, en Kentucky.
«Por desgracia, eso no me impulsó a mejorar mi actitud -declara hoy el sacerdote. Era un joven salvaje sin ningún objetivo en la vida. El objetivo más elevado que encontraba era el baloncesto», afirma. La expulsión en Kentucky no impidió que siguiera jugando baloncesto a nivel de equipo universitario. Pero lo hacía de forma no responsable, pues nunca atendió una molestia en la rodilla hasta que no tuvo más remedio que acudir a cirugía.
«Mi carrera en el baloncesto parecía acabada. Entonces volví a Florida, y a pesar del consejo de mi médico de que no jugase tras la operación, seguí haciéndolo hasta que también me lesioné la otra rodilla. Lo más patético de la escena es que los ‘amigos’ que me habían animado a jugar ese día se estaban riendo mientras yo me retorcía de dolor en el suelo», continúa el joven sacerdote.
Primera oración humilde de su vida
Era entonces imprescindible una segunda intervención, en la que el post-operatorio fue el tiempo de conversión, al estilo San Ignacio. «Nadie vino a visitarme. Mis ‘amigos’ parecían disfrutar con mis problemas, y mi familia no quería saber nada de mí por mis historias salvajes. Era verdad: realmente mi forma de vida alejaba de mí a todas las personas a las que quería. Vivía enterrado en oscuridad y en mentiras, y aislado en mis pecados. Estaba vacío y necesitaba un Salvador. Fue en esa ocasión de gran necesidad cuando recé con humildad por primera vez en mi vida», recuerda.
Antes de eso, «ocasionalmente le pedía cosas a Dios, pero sin ningún deseo de cumplir su voluntad. Lo único que me importaban eran mis intereses egoístas. Y ahora que necesitaba un rescate físico, emocional y espiritual (y después de eso, tener un verdadero objetivo y una verdadera dirección en mi vida), abrí mi alma y me pregunté qué sinnúmero de almas a lo largo de los siglos se habían planteado: ‘Jesús, lo estoy haciendo todo mal. Necesito tu ayuda’ «.
Justo al día siguiente», continúa, «vi una Biblia en mi mesa. No sé cómo llegó allí, porque no la había visto antes, pero empecé a leerla, en particular los Proverbios y el Eclesiastés. Esos libros realmente le hablaron a mi corazón, a mi necesidad de redención y de una finalidad». Richard empezó a rezar a diario. En la Biblia había encontrado había una estampa de los Siete Dolores, y empezó a tenerle devoción a esa advocación de la Virgen: «Eso desembocó en el rosario diario, y la guía de Nuestra Santísima Madre hizo surgir una nueva realidad, y es que por fin mi vida tenía sentido. Empecé a confesarme y a ir a misa los domingos, e incluso alguna vez iba entre semana y también a la adoración eucarística».
Cada vez más se sentía «más inmerso en la gracia de Dios, y cada vez más libre para hacer su voluntad»: «Vi con claridad que mis deseos mundanos estaban eran vacíos y triviales, y que el camino de Dios era el único que me daría la verdadera felicidad».
De natural extrovertido, Richard hablaba de su nuevo camino en la fe con varios, con sus familiares también, quienes se mostraban un tanto escépticos: «No podían creer que yo había sido realmente transformado por la gracia de Dios. Estaba tan entusiasmado con la fe que no podía dejar de leer la Biblia, el Catecismo de la Iglesia católica y los escritos de mi nuevo mejor amigo: Juan Pablo II. Me enamoré de su vida y de su ministerio».
Fue con su párroco, que era también director diocesano de vocaciones, que finalmente entendió su vocación: «Dios me bendijo descrubriéndome que me llamaba no por mis méritos, sino por mi falta de méritos. El hecho de que el sacerdocio sea algo inmerecido, un regalo, se me hizo clarísimo y así sigo viéndolo hoy».
En un año de oficio ministerial, el Padre Pagano ya ha bautizado, casado, asistido a funerales, ya ha descubierto muchas de las «abundantes aventuras» que la misión de un sacerdote comporta. Así, en el servicio a sus hermanos, sus «hijos espirituales», descubre también que el celibato «aporta una alegría grande y duradera, que no depende del placer físico». «La alegría es un estado del alma que llega cuando el yo se deja de lado y se abraza el servicio a los demás por amor a Dios».
Con información del National Catholic Register
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