Redacción (Viernes, 07-03-2014, Gaudium Press) Infecundidad, aburrimiento, desolación, abandono, aridez, peligro…
Interrumpamos aquí esta lista de aburridos substantivos para calificar una obra tan emblemática salida de las manos de Dios: el desierto.
Tal vez el lector se esté preguntando cómo puede ser posible encontrar alguna simpatía o atracción en tanto calor y arena. Para desvendar esta incógnita, comencemos por recordar que la creación no es fruto del acaso y si damos una mirada menos superficial al mundo en torno de nosotros, veremos que todas las cosas remiten a una realidad más alta.
Escogido por el Creador como escenario de peregrinación del pueblo judío por cuarenta años, el desierto bien puede simbolizar una situación por la cual todos deben pasar, por designio de la Providencia, teniendo en vista el propio crecimiento espiritual: la probación o la aridez. En cualquiera de esos estados, el alma tiene la impresión de ser infructíferos todos sus esfuerzos; el avanzar en la virtud, que antes parecía tener alas, de a poco se va tornando más lento; el caminar se transforma en un arrastrarse que parece sin provecho o efecto alguno. En el panorama, ninguna nube condesciende en hacerle sombra para protegerla del sol abrasador. ¡Todas las luchas y obstáculos a enfrentar, que antes la entusiasmaban, ahora se le aparecen como algo pesado y hasta insoportable! Y cuando despunta en ese desierto espiritual alguna expectativa de alivio, como un verdeante oasis en la inmensidad inhóspita, ella luego se desvanece, dejando en el alma la sensación de encontrarse en medio a una tempestad, no de arena, sino de confusión interior.
¡Por más absurda que pueda parecer la afirmación, este es uno de los más bellos momentos de la vida de alguien! Pues si el alma confía en Dios y persevera, las arenas se transformarán en hermosas flores. Y cuanto más larga haya sido la aridez, tanto mayor será la fecundidad cuando quiera la Divina Providencia irrigar el alma, pues «las grandes esperas son exactamente el preludio de los grandes dones de Dios».1
Esto se verifica en desiertos como el de Atacama, en Chile; el de Sonora, en América del Norte; o el del Kalahari, en Sudáfrica. Estériles durante casi todo el año, las rarísimas lluvias con las cuales son beneficiados hacen florecer en ellos numerosas flores de singular belleza, cuyas semillas yacían bajo el suelo durante meses o años. Imagen del alma que, en medio a las agruras de la vida, ofrece a Dios sus dificultades, prosigue su combate confiando contra todas las apariencias, persevera con firmeza verdaderamente cristiana y se renueva al recibir algunas gotas de gracia.
Entretanto, las gracias caerán en torrentes si para tal compiten un simple querer de Aquella que la piedad católica llama de ‘Maria fons’. Ella, más que una fuente encontrada por un sediento en el desierto, es la Medianera del manantial de las gracias, Cristo Jesús, y desea concedernos el agua viva por Él prometida a la samaritana: «El que beba del agua que Yo le dé jamás tendrá sed. El agua que Yo le dé vendrá a ser en él fuente de agua, que correrá hasta la vida eterna» (Jn 4, 14).
Sepamos recurrir a Ella en nuestros momentos de aridez, sin jamás perder la esperanza de que en el arenal de las debilidades de nuestra alma siempre podrán prosperar nuevos frutos de virtud. A lo largo de nuestro peregrinar terreno rumbo al Jardín celeste, nunca nos olvidemos de esta consoladora verdad: ¡por la intercesión de María, no solo la buena semilla produce cien por uno en nuestra cosecha, sino que hasta el desierto florece!…
Por Fahima Spielmann
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1CORRÊA DE OLIVEIRA. Plinio. Conferência. São Paulo, 23 mar. 1970.
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