Redacción (Miércoles, 12-03-2014, Gaudium Press) La humildad se revestía a veces de sentido del humor en esa gran santa que era la Madre Laura, la primera canonizada colombiana, fundadora de las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena.
Cuenta José Alberto Mojica en su amena y periodística obra Habemus Santa, que la religiosa -quien al final de sus días estaba toda hinchada por una enfermedad que sufría- decía «Vengan, vengan a conocer al monstruo», cada vez que le anunciaban la visita de alguien que no conocía. «Se burlaba de ella, como desde pequeña se burlaba de todo el mundo». 1
Entretanto, esta gran mujer que hacía gala de suma alegría incluso en medio del dolor, no carecía de dones místicos, de la ‘alta mística’, como ya muchos lo saben.
Narra la biografía de la página oficial de las Misioneras por ella fundadas, que poco antes de morir Santa Laura Montoya se «despidió» sigilosamente de sus conventos: «De la víspera de su muerte se ha contado un hecho misterioso: A él se refiere el entonces capellán de Belencito [ndr. zona donde hoy se ubica la Casa principal de las Misioneras de María Inmaculada, en Medellín], Padre Aníbal Wiedemann, en la revista Almas: La víspera de su muerte se apareció en sueños a una de sus misioneras del Ecuador y le dijo: Vengo visitando las casas de mis religiosas, para impartirles la postrera bendición. Esto es un sueño para su caridad, pero para mí es una realidad, mañana espero la llamada del Ángel del Señor».
Sin embargo, es claro una vez más que esta gran religiosa, la de esos dones místicos, rompía padrones y no tenía óbice en dar el merecido realce a su mulita, la simpática Flores, justo en el momento en que por parte del jefe de gobierno le era otorgada la más alta condecoración que da el Estado colombiano:
«En 1939, cuando el presidente Eduardo Santos la distinguió con la Cruz de Boyacá como un homenaje a su obra social con los indígenas, le respondió, en pleno Congreso de la República: ‘Esa medalla mejor cuélguensela a Flores, la muy pobre y valiente que ha tenido que cargarme por tantos montes. Ella es la que se la merece’. Y después añadió: ‘La única cruz que quiero llevar encima es la de Cristo, y ya la cargo’ «. 2 Como la condecoración le había sido concedida en el grado de Caballero, que es el que le corresponde a los religiosos que con obras insignes han ‘construido Patria’, pues ella también de esto hacía mofa, y decía a sus hermanas en religión que dizque le habían cambiado de sexo, que ahora se llamaba ‘Laura de Santa Catalina Caballero de Boyacá’.
Es esta ocurrente monja la que comenzó su vida mística muy pero muy joven, contemplativa de la naturaleza, cuando recibió un conocimiento de las cosas de Dios que después nada superó. Prestemos atención a su sencillo pero sublime relato:
«Me entretenía como siempre, en seguir unas hormigas que cargaban sus provisiones de hojas. ¡Era una mañana, la que llamo la más bella de mi vida! Estaba a una cuadra más o menos delante de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las hormigas hasta el árbol que deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se daban (así llamaba yo lo que hacen ellas entre sí, algunas veces, cuando se encuentran) las veía dejar su carga, darla a otr, y entrar por la boca del hormiguero. Les quitaba la carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de su mansión de tierra en donde me las recibían las que salían del misterioso hoyo. Así me entretenía, engañándolas a veces y a veces acariciándolas con gran cariño, cuando… ¿Cómo decir? ¡Ay! ¿Fui como herida por un rayo, yo no sé decir más! Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces. ¿Cómo fue eso? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios, como lo sé ahora y más intensamente, no sé decir más. Lo sentí por lago rato, sin saber cómo sentía, ni lo que sentía, ni pude hablar. Terminé llorando y gritando recio, recio, como si para respirar necesitara de ello. Por fortuna estaba a distancia de ser oída de los de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa, y grité. Miraba de nuevo al hormiguero, en él sentía a Dios, con una ternura desconocida. Volvía los ojos al cielo y gritaba, llamándolo como una loca.» 3
En el momento, la gracia arriba narrada constituyó para ella la gran sorpresa, la gran novedad que iluminaría el camino de su vida. Y en la fidelidad a esta revelación primera, se definió su destino en esta tierra y rumbo a la eternidad. Todo tuvo como premisa, que un día bendito, la Madre Laura ‘vio’ a Dios, y desde ese momento decidió entregarle su ser entero.
Dicharachera, materna, condecorada, mística y… escritora: Sí, esta santa además de fundar casas y gastar su vida por los indios tenía tiempo para escribir: publicó 23 libros sobre temas variados, y se cuentan en más de 2.800 las cartas por ella escritas relativas a su misión. Escribió poemas además.
Dones todos armónicos, escritos y tocados por Dios en el alma de una santa.
Por Saúl Castiblanco
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1 Mojica Patiño, José Alberto. Habemus Santa. Intermedio Editores. Bogotá. 2013 . p. 33
2 Ibídem, p. 34.
3 Laura Montoya. Mi Vida – Apartes de su Autobiografía. Cuéllar Editores. Bogotá. 2013. p. 22
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