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El milagroso Cristo "feo" de Ubaté

Redacción (Jueves, 13-03-2014, Gaudium Press) Una tarea difícil es describir la visita que la gracia de Dios hace a un alma, sea ella oriunda de un consejo, de una música que se oyó o un lugar donde ocurrió algún milagro.

¿Difícil? Muy difícil,… porque la persona se depara con un mundo imponderable de matices, de impresiones, de… sobrenatural que huye de lo cotidiano. Esa experiencia yo la sentí visitando al Santo Cristo de la Basílica Menor de Ubaté.

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Ubaté está localizada en la entrada del valle colombiano que lleva el mismo nombre. Según algunos, el significado de esa palabra de origen indígena es «tierra ensangrentada»: una región de clima frío, responsable de buena parte de la leche, papas, maíz y trigo que Colombia produce.

El paisaje que se recorre hasta llegar al Santuario por la estrada es lindo en colorido, sobre todo cuando bañado por la luz del sol de la tarde. Tonos verdes pintan las suaves colinas y mucho ganado es visto por el camino. Al llegar a la ciudad nos deparamos con calles estrechas de casas enfiladas y una población que se desplaza en bicicletas, sin importarse mucho con automóviles, dando una sensación de tranquilidad que las grandes ciudades hace mucho perdieron.

Una de esas calles nos lleva directo a la Basílica donde está el Cristo milagroso. Es una imponente construcción de lenguaje neogótico, blanco y con agujas que parecen desafiar una a las otras, en el intento de alcanzar el cielo. En su interior, las ojivas, vitrales y pinturas son preces que se elevan hasta Dios.

En el altar mayor está el Santo Cristo, imponente y piadoso. Pero no siempre él ocupó ese lugar…

Cuando él fue esculpido por un platero de nombre Diego de Tapia, la escultura no salió como esperaban los fieles y los religiosos que cuidaban del templo: la obra era tosca, de apariencia más bien fea. Y, por esa razón, fue siendo dejada en puntos secundarios de la iglesia. Permaneció casi escondida en la sacristía, por varios años.

En la Navidad de 1619, un hecho cambiaría para siempre la historia de esa imagen:

Tres campesinos, cargando sus instrumentos de trabajo, entran al recinto sagrado para rezar y presenciar algo fabuloso e inexplicable. De la imagen de Cristo emanaba en el pecho, rostro y codos un sudor, parecido con un bálsamo suave. Maravillados, ellos buscaron a los franciscanos responsables por el lugar y avisaron lo que estaba ocurriendo.

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Los frailes, con cuidado y respeto, recogieron el precioso líquido en paños y, a medida que hacían eso, observaban que la escultura, ahora ya con una apariencia bella, dejaba aparecer las cicatrices de la flagelación: ¡Milagro!

Después de la trasudación, la escultura parecía otra y otras eran las señales de la flagelación que quedaron visibles.

Hoy, el Cristo está encima del altar mayor para que todos puedan venerarlo.

Junto a él, se encuentra un ambiente de paz, armonía y fe. Y todo el Santuario está impregnado por esa atmósfera de recogimiento: algo imponderable, que no se mide, pero, que toca profundamente el alma del peregrino y las palabras solo consiguen transmitir de modo insuficiente…

Sentando en algún banco de aquella obra-prima de estilo medieval, se puede oír la voz del Divino Maestro que nos susurra en lo más hondo de nuestro ser:

«¡No tengáis miedo, yo vencí el mundo!»

Por Lucas Miguel Lihue

 

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