Redacción (Lunes, 07-04-2014, Gaudium Press) Sin llegar a definir el concepto de sacramental, trazaba el Angélico Doctor una línea divisoria cuando explicita que mientras que los Sacramentos producen directamente la gracia, los sacramentales sólo nos disponen a ella. 13
Este criterio permanece válido hasta nuestros días, y está recogido en el Catecismo en los siguientes términos: «Los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los Sacramentos, pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con ella». 14
Conviene aclarar, sin embargo, que aunque los teólogos hayan tardado siglos en diferenciar conceptualmente los siete Sacramentos actuales de otras realidades más o menos parecidas, la Iglesia los conocía y administraba desde el primer momento como instituidos por Cristo. 15
Por la acción de la Iglesia, en unión con Cristo
Aunque creamos que la ceremonia de dedicación de una iglesia la convierte en sagrada, que la medalla de San Benito tiene poderes especiales contra las celadas del maligno, que el uso de la sagrada correa agustina nos ayuda y protege en las tentaciones contra la castidad o que el agua bendita, además de perdonar los pecados veniales, también ahuyenta a los ángeles malos, no está de más que analicemos de dónde proviene la eficacia para que puedan ser realmente alcanzados tales efectos.
Nos enseña la Teología que los Sacramentos producen su efecto ex opere operato («por la obra realizada»), cuando son debidamente administrados y recibidos. Es decir, su eficacia proviene ante todo del valor de la acción en sí misma. 16
«Tienen una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo místico». 17
Otra acciones producen sus efectos ex opere operantes («por la acción de quien la obra»), o sea, no poseen virtud propia, sino que dependen de las disposiciones de la persona que las realiza. Esto es lo que ocurre con la comunión espiritual o con la oración personal y con todos los actos sobrenaturales de los justos. Sin embargo, ninguna de estas dos opciones explica exactamente lo que ocurre con los sacramentales.
No se encuadran en ambos casos, pero actúan principalmente por la impetración de la Iglesia, independientemente de las disposiciones del ministro y, en muchos casos, tampoco del propio sujeto que los recibe.
Pío XII, recogiendo el fruto de un largo período de disertaciones teológicas al respecto, terminó con un desenlace genial esta disputa, en la Encíclica Mediator Dei, donde consignó la eficacia de la acción santificadora de los sacramentales en cuanto operada por la Iglesia e incorporó al Magisterio el concepto ex opere operantis Ecclesiæ’.
Así, explica este Papa, la eficacia santificadora de los sacramentales y otros ritos instituidos por la jerarquía eclesiástica «se deriva, ante todo, de la acción de la iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto que ésta es santa, y obra siempre en íntima unión con su Cabeza. 18
En efecto, al ser Jesucristo «la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia» (Col 1, 18), forma una sola unidad con ella. «La cabeza y los miembros son como una sola persona mística», afirma Santo Tomás. 19
Y un célebre biblista jesuita, el P. Bover, añade: «El Cuerpo Místico de Cristo es, a manera del cuerpo humano, un organismo espiritual que, unido a Cristo como a su cabeza, vive la vida misma de Cristo, animado por el Espíritu de Cristo». 20
«Es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo», aconseja Pío XII. «Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad». 21
Así, las obras de la Iglesia son actos del propio Cristo, y la oración de la Iglesia no es otra cosa que la oración de Cristo a la derecha del Padre, a la que se asocia y de la que participa, o mejor, a la cual Cristo la asocia y la hace participar. 22
De hecho, como signos de la Fe intercesora y orante de la Santa Iglesia y de los efectos que esa oración produce, los sacramentales están dotados de una eficacia superior a la de cualquier buena obra privada. Y la intercesión de la Iglesia les
otorga, en mayor o menor medida, la dimensión comunitaria de la acción
litúrgica de la que nos habla el Concilio Vaticano II. 23
Riqueza espiritual y material puesta a nuestra disposición
Al atribuir al sacramental un determinado efecto e invocar, sobre este signo sagrado, su poder de impetración, la Santa Iglesia espera obtener a través de él principalmente gracias actuales y, secundariamente, gracias temporales otorgadas con miras a un bien espiritual. Por eso, nos recuerda San Alfonso María de Ligorio, «cuando pedimos a Dios gracias temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean útiles para nuestra salvación eterna.
Si por ventura el Señor no nos las concediera estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene, pues sabe que serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual». 24
De esta manera, siguiendo las mismas leyes generales que regulan la oración, los efectos de los sacramentales son «sobre todo espirituales». 25 Por medio de ellos la Iglesia pide gracias actuales para dar auxilio al ejercicio de las virtudes -especialmente de la Fe, Esperanza y Caridad-, como también para alcanzar el perdón de los pecados veniales, la mejor preparación de la recepción de los Sacramentos y la protección contra los demonios.
Las indulgencias también son sacramentales y, como tales, es a través del poder impetratorio de la Iglesia -administradora, en cuanto ministra de la Redención, del tesoro de los méritos de Cristo y de los Santos- que consigue la remisión de las penas temporales que serían satisfechas en el Purgatorio. Lo mismo ocurre con las bendiciones duraderas, aquellas que consagran de manera permanente una cosa o una persona para el servicio de Dios.
Pero, quien dice efectos «sobre todo espirituales» admite implícitamente la posibilidad de obtener gracias materiales, mientras éstas cooperen para la obtención de un bien espiritual mayor. Tales pedidos podrán ser, por ejemplo, el alivio de nuestros sufrimientos, el alejamiento de los castigos divinos, la cura de dolencias, una abundante cosecha o un viaje exitoso, etcétera, siempre que sean conforme a la voluntad del Padre Celestial e, insistimos, para mayor santificación del alma. Estas condiciones hacen que tales pedidos materiales, siguiendo las reglas de la oración expuestas más arriba, aunque no sean infalibles, vengan a ser atendidos, si son hechos con sana intención y justa causa.
Dentro de esta perspectiva, no existe uso de las cosas materiales (de acuerdo a la recta moral) que no pueda ser dirigido a la santificación de los hombres y a la alabanza de Dios, pues los méritos redentores de Cristo extienden, felizmente, su benéfica influencia sobre la criatura y no sólo sobre la humanidad.
Auxilio en nuestros embates espirituales
Finalmente, es necesario considerar que, aunque los efectos de los sacramentales no dependan principalmente de la disposición con la que son administrados o recibidos, tal disposición puede concurrir a una eficacia superior. De hecho, el Señor otorga sus dones en mayor cantidad y calidad en virtud de nuestro mérito al identificarnos, por nuestra religiosidad profunda y admirativa, con la Iglesia santa e inmaculada que opera a través de ellos.
Porque somos hijos de Dios, también y necesariamente somos, por condición de esa afiliación divina, enemigos del primer y peor de entre los enemigos suyos, que es el demonio. Por tanto, del sincero y filial amor a Dios, sólo puede brotar la disposición para vivir en estado de lucha en este campo de batalla que es la Tierra y alcanzar el Reino de los Cielos que los violentos intentan arrebatarlo (Cf. Mt 11, 12).
Echemos mano, pues, a esas «armas» sobrenaturales que nos auxilian a ser victoriosos en las duras, incesantes y, sobre todo, santificantes faenas que tenemos que trabar inevitablemente cada día y, como el Apóstol, podamos decir al fin de esta vida: «He peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la Fe» (2 Tm 4, 7). ¡Dadme, Señor, el premio de vuestra gloria!
Por el P. Ignacio Montojo Magro, EP
Rev. Heraldos del Evangelio – Agosto 2010
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13 Cf. ROGUET, A.-M. Notas de pie de página. In: Suma Teológica. São Paulo: Loyola, 2006, v. IX, p. 90
14 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1670
15 Cf. MARTIN, op. cit., p. 1650
16 Cf. Mediator Dei, n. 40
17 Mediator Dei, n. 44
18 Mediator Dei, n. 40
19 SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., III, q. 48, a. 2, ad 1
20 BOVER, J. M. Teología de San Pablo. 4ª ed. Madrid: BAC, 1961, p. 484
21 Mystici corporis, n. 43
22 Cf. VAGAGGINI, OSB Camp., op. cit., p. 98
23 Cf. Sacrosanctum concilium, n. 26
24 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. El gran medio de la oración. 4ª ed. Aparecida: Santuario, 1992, p. 62
25 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1667
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