Redacción (Martes, 08-04-2014, Gaudium Press) Decía el Abad Suger de Saint-Denis, contemplando las maravillas reunidas en esa Abadía -donde se enterraban los reyes de Francia y primera edificación verdaderamente gótica- que «cuando por el amor que siento hacia la belleza de la morada de Dios, la calidoscópica hermosura de las gemas me distrae de las preocupaciones terrenas y, transfiriendo también la diversidad de las santas virtudes a las cosas materiales y a las inmateriales, la honesta meditación me convence de que me conceda una pausa… Me parece verme a mí mismo en una región desconocida del mundo, que no está ni completamente en el fango terrestre, ni totalmente en la pureza del cielo, y me parece poder mudarme, con la ayuda de Dios, de ésta inferior a la superior de forma anagógica». (De rebus, ed. Panofsky 23, 27 ss. p. 62)
Se resumen en esas poéticas líneas dos funciones propias de la verdadera belleza: la primera, señalada por Juan Pablo II en la Carta a los Artistas, de servir de conforto para las batallas de esta vida, y la segunda, de ser escalera hacia la Patria Celestial, de estar a medio camino entre esta tierra de exilio y el Cielo.
Estas «funciones» las puede ejercer la belleza en espíritus contemplativos, que a su vez son fabricantes de maravillas. Como los hombres medievales, quienes -en el decir del insospechado Umberto Eco- hacían «el paso del gozo estético al gozo de tipo místico» de un modo «casi inmediato». «La degustación estética del hombre medieval no consiste, pues, en un fijarse en la autonomía del producto artístico o de la realidad de la naturaleza, sino en un captar todas las relaciones sobrenaturales entre el objeto y el cosmos, en advertir en la cosa concreta un reflejo ontológico de la virtud participante en Dios». 1
No sabemos si Eco percibe que ese puente establecido por lo que llamaríamos la «belleza mística medieval» es fruto a su vez de lo sobrenatural. Sin la gracia, las civilizaciones en su decadencia van produciendo tipos de «belleza» que terminan embotando los sentidos, enviciándolos y en lugar de ser camino acaban siendo obstáculo hacia Dios. Se produce ahí una belleza que hastía, mientras que la belleza fruto de la gracia
impulsa, y siempre encanta con la revelación de un más allá divino.
Es cierto que en los medievales sí había una contemplación de la belleza sensible. Entretanto, en ellos, la «contemplación estética provocada por la presencia sensible del material artístico», tiene caracteres que «no son ni los de la pura y simple fruición de las cosas sensibles (‘fango terrestre’) ni los de la contemplación intelectual de las cosas celestiales». 2 Es un contemplación sensible-racional. Pero no solo eso, sino también espiritual, pues era una civilización de una altísima presencia de la gracia. Dios contemplaba el universo por los ojos de esos hombres.
Eran hombres que degustaban y creaban verdadera belleza, verdadero reflejo de Dios.
Por Ricardo Castro
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1 Eco, Umberto. Arte y Belleza en la Estética Medieval. Ed. Lumen. Barcelona. 1997. p. 27
2 Idem.
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