Redacción (Lunes, 21-04-2014, Gaudium Press) Nos enseña la Sagrada Escritura que Dios existe antes de la Creación del mundo y jamás dejará de existir: «Todo se acaba por el uso como un traje […]. Pero Vos permanecéis el mismo y vuestros años no tienen fin» (Sl 101, 27-28). Ahora, ¿qué viene a ser la Eternidad de Dios? ¿Puede el hombre llegar a comprenderla?
Como vivimos en el tiempo, nos es difícil concebir la eternidad de Dios una vez que tendemos a imaginarla como una existencia larguísima e interminable, sin comienzo ni fin. Entretanto, la eternidad de Dios es mucho más que eso, como veremos adelante.
Al tratar sobre la eternidad, los teólogos utilizan una definición clásica grabada por Boecio: «eternidad es la posesión total, simultánea y completa de una vida interminable» 1 y además: «el instante que corre hace el tiempo, el instante que permanece hace la eternidad». 2
En efecto, explica Santo Tomás 3 con su habitual y sapiencial claridad, que de la misma manera que el concepto de tiempo deriva del movimiento delimitado por el origen y el fin, el de eternidad procede de la inmutabilidad de Dios – el mismo ayer, hoy y eternamente. Es
Él el único Ser que no tuvo comienzo y no tendrá fin, conforme atestiguan las declaraciones dogmáticas: «Eterno es el Padre, eterno es el Hijo, eterno es el Espíritu Santo, y, entretanto, no son tres eternos, sino solamente uno», 4 y en otro lugar: «Firmemente creemos y simplemente confesamos que uno solo es el verdadero Dios, eterno e inmenso». 5 Es el Altísimo la Causa primera de todas las cosas creadas, es Él el Ser eterno que existió antes que el mundo, así como existe el arquitecto antes del edificio o el relojero antes del reloj.
De esta forma se comprende que solo en Dios hay eternidad, pues apenas Él es absolutamente a su ser uniformemente y a su propia esencia.
Veamos una analogía que nos ayuda a levantar un poco más el velo de la eternidad de Dios. Un autor comenta que de entre las maravillas de la naturaleza creada se destaca el mar por su inmensidad y pulcritud que bien puede simbolizar la grandeza del Autor sublime del Universo. Más allá de su magnitud, no pequeña es la fuerza que posee en su incesante movimiento, llegando a formar incontables olas que embellecen aún más el panorama. Qué decir de su fuerza cuando se encuentra delante de una roca o fortaleza, por ejemplo, se lanza con tal energía como para perforarla, pero, entretanto deparándose con la fuerza de su perennidad osa solamente encubrirla con la blanca espuma de sus aguas y retornar, por último, a su curso normal.
Este mar arrebatador del cual hablamos y cuyas olas están en una continua oscilación, bien puede ser comparado a nuestro tiempo que en semejante movimiento nos trae una sucesión de acontecimientos. Entretanto, al contrario, la roca cuyas olas golpean es como la eternidad que permanece perenne e inalterable en medio de las olas de los acontecimientos presentes. 6
Así, al deslumbrarnos cada vez más las maravillas de Dios, a medida que nuestro conocimiento alcance tal misterio, es cierto que estaremos preparando también nuestra eternidad, quizá junto a aquel que prometió ser Él mismo nuestra recompensa demasiadamente grande (cf. Gn. 15, 1).
Por la Hna. Michelle Sangy, EP
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1BOÉCIO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae. I, q. 10, a. 2.
2 Loc. cit.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Op. Cit.
4 DENZINGER, apud ANTONIO ROYO MARIN. Dios y su obra. Madrid: Católica. 1963, p. 92.
5 Ibid. p. 93
6 Cf. MONTESERRAT. Cipriano. Exemplário Catequístico. Barcelona: Lumen, p. 23.
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