Redacción (Martes, 22-04-2013, Gaudium Press) Creo con toda seguridad que una de las cosas de las que más carece este mecánico mundo es de poesía, en el sentido que explicaremos ahora.
La civilización actual a grandes líneas, creyó que satisfaciendo las necesidades materiales y atragantándose de placeres sensibles, iba a acallar esa ansia de felicidad que quema el alma, y como consecuencia lo que hoy vemos son legiones de seres con esa terrible desesperanza que es sorda y muda, cuando no aulla, o cuando no son esos otros que aún piensan hallar la dicha en los placeres ‘extremos’, en los peligros ‘extremos’, en las experiencias bien ‘extremas’, esos que hace rato pasaron y se desencantaron del «sexo, droga y rock and roll».
Entretanto, buena parte de la felicidad está más bien en la «poesía», o mejor, en contemplar el mundo con ojos de poeta.
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Nunca habíamos recorrido con particular detalle los meandros del alma de Goethe. Alguna vez vimos en el neoclásico teatro Colón de Bogotá una ‘tenebrosa’ versión de «Faust» -obra cumbre de Goethe adaptada para ópera por Gounod. Decimos tenebrosa no por el argumento ‘mefistofélico’ de muchos conocido, sino por la horrorosa escenografía de estilo moderno, la cual queriendo acentuar un cierto dramatismo fatídico, terminó acabando de forma deplorable con cualquier «imponderable» de sutileza, que es la característica principal del diablo goethiano, para remplazarlo con un tonto estilo a la «cueva de terror de parque de diversiones».
Pero bien; re-explorando por estos días en la literatura clásica, y habiendo concluido la lectura de un conocido libro de Balzac, quisimos saltar al otro lado del Rin para introducirnos en la primera obra de fama de Goethe, las «Penas del Joven Werther», que como dicen las reseñas, contiene muchos elementos autobiográficos. Y allí hallamos el siguiente texto, que ciertamente refleja una feliz experiencia del propio Goethe, que él después plasmó como vivida por su personaje de novela:
«Cuando tendido sobre la yerba cerca de la cascada del arroyo descubro en el menudo y espeso césped otras mil yerbezuelas ignoradas y desconocidas: cuando mi corazón siente de más cerca ese numeroso y diminuto mundo que vive y hormiguea entre las plantas, esa innumerable multitud de seres, de gusanillos y de insectos de especies tan diferentes de formas y colores, siento al mismo tiempo la presencia del Omnipotente, que nos creó a todos a su imagen, y percibo el soplo del amor divino que nos sostiene, flotando en un océano de delicias eternas».
Evidentemente hay «poesía» en las líneas anteriores. El autor trasmite una experiencia de ribetes místicos, vivida entretanto en la contemplación de una simple escena: la de un prado, matizado con algunas plantas, donde habitan sencillos insectos. Pero en algún momento de su contemplación, Goethe sintió que eso simple no lo era tanto, que esos elementos reunidos eran realmente un microcosmos que evidenciaba la virtud creadora de Dios y de alguna manera sintió la alegría eterna en que Dios vive; Goethe la sintió en la contemplación de esa humilde escena que en un momento sublime le reflejó a Dios.
Torre en Cádiz, España |
Algo análogo se puede decir de un simple juego del joven Werther con unos niños. Miremos:
«Los unos saltaban a mi alrededor o se subían sobre mis rodillas; los otros me hacían gestos, yo les hacía cosquillas; y la algazara era grande, y muy bulliciosa la alegría. (…) Sí querido Wilhem, los niños son los que conmueven más mi corazón en la tierra. Cuando me detengo a observarlos y veo en estos pequeños seres el germen de todas las facultades que necesitarán ejercitar algún día; cuando descubro en su encaprichamiento o terquedad la futura constancia y firmeza de carácter, o en sus travesuras y en su malicia misma el humor fácil y alegre que hace olvidar rápidamente las penas y los contratiempos de la vida, y todo esto de una manera tan franca y tan compleja, no dejo de repetirme siempre estas palabras divinas del Maestro: ‘Si no os volvéis como uno de ellos’.»
Para una persona común, tirada en un prado, los insectos que ve son los insectos, y no más. Y unos niños jugando son sólo unos niños y poco más. Pero aquí en Goethe, las plantas, los insectos y los niños fueron poesía, alegría, felicidad, trascendencia.
¿Trascendencia rumbo a qué? Rumbo a una realidad que está por encima de la realidad real; una realidad-irreal que es buscada y es hallada por la genuina poesía; una realidad que es maravillosa, donde la realidad real está sí presente pero perfeccionada, una realidad-irreal que ya tiene algo de celestial, de cielo, ese lugar al que todos los hombres quieren ir, para habitar allí en eterna felicidad con Dios.
Insisto, lo que le falta a este mundo es esa poesía, y menos placer primario animal.
Por Saúl Castiblanco
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