Redacción (Lunes, 28-04-2014, Gaudium Press) En el primer banco, sentada al lado de su padrino, se destacaba Gabriela, vestida toda de blanco y radiante de alegría. Con el mismo ardor con el que colaboró en la consecución del sagrario, también se esmeró en santificar su alma.
– Ay, mi querido Augusto, hoy he recibido una mala noticia. Nuestro principal bienhechor me ha escrito diciéndome que ya no podrá colaborar con la cantidad que había prometido.
– ¡Pero cómo es eso, padre Silvio! Esto dificulta enormemente la finalización de las obras del nuevo templo. ¿Y ahora qué vamos a hacer para conseguir el dinero necesario?
– No veo más que una solución: recorrer las aldeas vecinas para pedirle a nuestros feligreses una donación de las cosas que nos hacen falta: piedras, pintura, dinero para pagar los vitrales…
– ¡Claro, padre Silvio! Conozco a esa buena gente y no dudo de que darán todo lo que puedan, según sus posibilidades.
– Lo que más siento, no obstante, es el retraso en ofrecer un templo digno para Dios.
Sentada en un rincón del despacho de su padre, la pequeña Gabriela se entretenía recortando muñecas de papel, sin prestar mucha atención en la conversación que mantenía con el párroco. Sin embargo, cuando empezó a comprender de qué se trataba, dejó enseguida las tijeras que tenía entre sus manos y permaneció inmóvil y pensativa… ¡Un templo digno para Dios!
Gabriela tan sólo tenía siete años. Se estaba preparando para hacer la Primera Comunión y soñaba con recibir a Jesús en el nuevo templo que se estaba construyendo en sustitución de la antigua iglesia, casi reducida a ruinas.
Al día siguiente, su institutriz la llevó a pasear por el campo como todas las tardes. Mientras estaba jugando cerca del río, la niña descubrió en un rincón unas piedras de tonalidad rosácea muy bonita. Tan pronto como las vio se acordó del padre Silvio. ¿No había dicho ese bondadoso sacerdote que necesitaba piedras para la nueva iglesia? ¡Y aquellas eran tan lindas que seguramente serían del agrado de Jesús!
Entonces decidió llevárselas una a una para su casa. Y así lo hizo durante varios días, aunque le costase mucho tener que cargar con ese peso considerable para sus fuerzas infantiles.
La institutriz extrañada con esa actitud le preguntó por qué lo hacía. Gabriela sólo le respondió:
– Es un secreto.
Unas semanas después el sacerdote les visitó de nuevo y la niña le oyó decirle a su padre que ya habían logrado reunir casi todo lo necesario para concluir la obra. De lo único que se lamentaba el buen párroco era de no haber podido conseguir aún lo suficiente para pagar el sagrario. Le había pedido una ayuda al Dr. Gilberto y éste le había dicho que de momento no le era posible hacer frente a ese gasto.
Gabriela se quedó boquiabierta. ¿Cómo iba a ser que su padrino, el hombre más rico de la ciudad, no tuviera dinero para algo tan importante? Quién sabe si no estaría pasando por una difícil situación y no quería contárselo a nadie…
Se fue corriendo a su cuarto, rompió su hucha y volvió para depositar en las manos del sacerdote todas las monedas que tenía. Y a continuación, en tono solemne, declaró:
– Padre Silvio, esto es para ayudar a construir el sagrario. Y aún tengo algo mejor…
Sin dar tiempo a ninguna respuesta, nuevamente salió corriendo y regresó enseguida tambaleándose, trayendo una hermosa piedra rosa en sus manos. Aún jadeante por el esfuerzo, exclamó:
– Tengo once más, cada cual más bonita. Creo que le van a gustar mucho a Jesús.
El P. Silvio se quedó conmovido y, mientras se despedía de la familia, iba pensando en la mejor manera de hacer uso de esas doce piedras de cuarzo rosa que la niña había encontrado.
No eran piedras preciosas, pero bien talladas y pulidas podrían componer un estupendo marco para el sagrario. El señor Augusto salió a acompañarlo hasta la casa parroquial y Gabriela se quedó sola en casa con su institutriz. Minutos después llamaron a la puerta. Era el Dr. Gilberto que había decidido acercarse un momento para saludar a su ahijada.
– ¡Buenas tardes, Gabriela! Te veo encantadora y tan educada como siempre. ¿Qué me cuentas? ¿Qué has hecho durante estos días?
– Estoy reuniendo piedras para la construcción de la iglesia. Ven a verlas. Son muy grandes y de un color especial. Cogiéndolo de la mano, la niña lo llevó hasta el sitio donde las guardaba con mucho cuidado.
– ¡Qué bonitas son! ¿Dónde las has conseguido?
– Las he encontrado junto al río. He ido trayéndolas en secreto de una en una al volver de cada paseo. Y también estoy colaborando en la recogida que el padre Silvio está haciendo para terminar el sagrario. Quiero que esté hermoso y radiante el día de mi Primera Comunión.
El Dr. Gilberto permaneció por unos instantes en silencio, recordando la negativa que le había dado al P. Silvio. Le había dicho que no disponía de dinero por ahora, aunque la verdad no era esa… Acostumbrado a mandar, se había ofendido cuando no le consultaron acerca del diseño del sagrario. Con el fino buen gusto que poseía y que todos elogiaban, habría sugerido adornarlo con una orla de bonitas piedras… como esas, por ejemplo.
– ¿Quieres venderme tus piedras, Gabriela?
La pequeña miró a su padrino y, con los ojos radiantes de emoción, le respondió:
– ¡Jamás! Ya se las he ofrecido al sacerdote. Además, como estás pasando por dificultades, también le he dado las monedas de mi hucha.
Rojo de vergüenza, el Dr. Gilberto sacó de su cartera un cheque, lo firmó sin rellenar la cantidad y se lo puso en las manos, diciéndole:
– Guarda eso con mucho cuidado y entrégaselo al párroco. Le dices que es para hacer un sagrario maravilloso para acoger a Jesús el día de tu Primera Comunión.
Y para que la emoción no le traicionase, se despidió rápidamente, dejando a la niña con el cheque en las manos. Ella no sabía muy bien qué es lo que había ocurrido, pero estaba dispuesta a encaminar con todo el cuidado aquel valioso regalo.
Habían pasado unos meses y la parroquia estaba de fiesta: las campanas repicaban y la multitud se apretujaba para asistir a la solemne dedicación de la nueva iglesia. El pueblo se extasiaba ante los sólidos muros de piedra, la majestuosidad de las torres y la fulgurante policromía de los vitrales. Justo en el centro del altar mayor, inspirando la piedad y el fervor de los fieles, relucía un sagrario de oro enmarcado con magníficas piedras rosadas, en el que, al final de la ceremonia, el obispo depositaría por primera vez las Sagradas Especies.
En el primer banco, sentada al lado de su padrino, se destacaba Gabriela, vestida toda de blanco y radiante de alegría, porque en ese mismo día su adorado Jesús entraría por primera vez en su corazón.
Con el mismo ardor con el que colaboró de modo tan eficaz en la consecución del bello sagrario, también se esmeró, a lo largo de ese tiempo, en santificar su alma, a fin de agradar al Señor. No sería, por lo tanto, tan sólo en un inerte sagrario de metal donde Jesús eucarístico establecería su morada, sino sobre todo en su inocente y generosa alma, un auténtico templo digno para Dios.
Por: Juliana Montanari.
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