Redacción (Martes, 29-04-2014, Gaudium Press) Todavía viviendo el clima de la Pascua de la Resurrección del Señor, el tema de la alegría continua actual. Alegría, Resurrección, Felicidad se entrelazan. Veamos lo que sobre eso tiene para decir el Arzobispo Metropolitano de Belo Horizonte, Mons. Walmor Oliveira de Azevedo:
¡Alegraos! Esta es la impactante invitación de Jesús Resucitado a cada discípulo. Más que eso, es una intimación que el Maestro hace al corazón de los hombres, que fue hecho para hospedar la alegría. La humanidad busca la felicidad y sin ella no puede vivir. Pero, tantas veces, busca ser feliz de modo desalineado, comprometiendo situaciones sociales y humanas. Es importante comprender que la verdadera felicidad es el bien supremo. Por eso, el Maestro Resucitado, vencedor de la muerte, hace la invitación para que todos se alegren delante de los dones y bendiciones, tesoro inagotable del amor de Dios.
El tiempo pascual es, pues, en la fuerza pedagógica de la liturgia de la Iglesia Católica, la oportunidad rica de ejercitar el corazón en la búsqueda del bien supremo, la verdadera felicidad. Esa tarea debe ser vivida fijando la mirada en el Resucitado, la victoria perfecta y completa en la historia de la humanidad, vida que venció la muerte, amor que venció el odio. Ha de tenerse presente lo que Aristóteles subrayaba en cuanto a las diferentes concepciones de felicidad, identificada con la conquista de bienes diversos, desde virtudes, sabiduría práctica, sabiduría filosófica, acompañada o no por placer, o como posesión de bienes materias. Ni incluso él, admirable en las raíces de la sabiduría filosófica, consiguió articular una conclusión que pudiese hacer entender el significado de la felicidad.
San Agustín la definía como la posesión de lo verdadero absoluto, esto es, la posesión de Dios, fuente de todas las otras felicidades. En esta misma dirección, San Buenaventura la comprende como punto final del itinerario que lleva el alma al Creador. Esas reflexiones concluyen que la felicidad no es, entonces, la conquista de patrimonios ni de poder, sino conocimiento, amor y posesión de Dios. Así, ella no es un simple estado de alma, sino algo recibido de afuera, que se relaciona a un bien mayor y verdadero.
Esas ponderaciones apuntan para el enorme desafío existencial vivido actualmente, cuando la experiencia de la felicidad es confundida con la conquista de bienes materiales y placeres efímeros. Un entendimiento inadecuado que sustenta la dinámica perversa de buscarse conquistas a cualquier precio. De este modo, crece el egoísmo, la mezquindad, y la humanidad se distancia de la vivencia de la solidaridad, lo que acaba con cualquier perspectiva de alegría verdadera. La solidaridad es lo que puede curar los males de la convivencia humana, tan deteriorada en un tiempo de tantas posibilidades. La razón crucial de esa crisis, indiscutiblemente, está en la identificación de la felicidad como acumulo, sin límites, de bienes materiales y poder, lo que resulta en lo efímero de los bienes de la creación y en el distanciamiento del Creador.
Son varios los entendimientos respecto a la felicidad en el pensamiento filosófico. En común, la anuencia de que ella no es un bien en sí mismo, ya que para ser felicidad es indispensable el conocimiento de los bienes que son su fuente. Así, se puede afirmar que su conquista, con simplicidad, es la experiencia del encuentro con Dios, el bien supremo, tan próximo de nosotros. Su experiencia existencial se tornó posible por la encarnación del Verbo, Jesucristo, el Hijo de Dios que muere y resucita para rescate y salvación de la humanidad. Él es el Salvador del mundo, el bien supremo, próximo de cada persona.
La conquista de la felicidad es el encuentro personal con Dios, que produce la efusión de la alegría. Se trata de una felicidad que no es pasajera o periódica y tiene la fuerza que posibilita grandes transformaciones. Es ejemplar para la historia de la humanidad la fuerza de la alegría produciendo el radical cambio de los discípulos de Jesús. La presencia amorosa de Cristo Resucitado hace de los discípulos ignorantes hombres sabios. El miedo cede lugar a la audacia amorosa. Esa alegría experimentada es fruto de la acción del Espíritu de Dios, que saca a Jesús de la muerte, vencida definitivamente por la vida. Una felicidad auténtica y duradera, fuente de la fuerza de los discípulos de Jesús, origen de la sabiduría necesaria para transformar todo lo que precisa ser cambiado, por la alegría.
Por Mons. Walmor Oliveira de Azevedo
Arzobispo metropolitano de Belo Horizonte.
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