Redacción (Viernes, 02-05-2014, Gaudium Press) Juegos de mesa, tabla y fichas está comprobado que existen hace ya muchos siglos. Las más antiguas culturas, perturbadas con la incógnita de la otra vida, incluyeron en la sombría dotación del viaje de sus difuntos más notables no solamente ropa y comida, sino también algo con que entretenerse: el ajedrez. Tumbas en Egipto, India y Persia, nos lo han revelado sorprendentemente.
Sin embargo este distinguido juego de mesa y concentración, no era el mismo que tenemos hoy día y para el cual los occidentales han resultado de una asombrosa capacidad de ejecución perfeccionándolo, reglamentándolo y enlazándolo en ligas y federaciones internacionales con campeonatos mundiales de renombre en los cuales curiosamente los eslavos resultaron con cualidades excepcionales. Tan pronto arribó a las costas mediterráneas de la Europa medieval en tiempos de Carlomagno, el interesante juego fue configurándose de tal manera que al paso de los años su evolución gradual lo llevó a la maravilla que hoy conocemos por todo el mundo: rey, reina, alfiles, caballos, torres, peones de combate y campo de batalla cuadriculado en 64 segmentos. Es que muy probablemente le faltaba ese toque ultra-civilizado y de refinada modalidad que solamente adquirió al contacto de una manera de pensar la guerra medieval, como solamente se hacía en el continente que fue la cuna de la civilización cristiana.
El Ajedrez de hoy nos recuerda la «Tregua o paz de Dios», ese intento eclesial por pacificar los espíritus, especialmente en aquellos bárbaros aunque inocentes tiempos cuando la guerra fue maravillosamente reglamentada por la Iglesia en vías a hacer de ella un conflicto civilizado y ponderado, que aunque inevitable para este valle de lágrimas, podía llegar a grados de perfeccionados convenios. Impuesta por la autoridad de la Iglesia en la alta edad media bajo pena de excomunión y negación de sepultura en camposanto y misa de requiem, era espantoso para un caballero cristiano y su familia violar esa tregua que comenzaba el viernes por la noche y terminaba al oscurecer del domingo. Con el paso del tiempo la iglesia fue consiguiendo que se respetara Adviento, Navidad, Cuaresma y pascua. ¡Paz casi todo el año!
En ajedrez las fichas se deben mover en direcciones preestablecidas y tienen cada una su propio valor. Las reglas son claras y el combate sobre el tablero se hace respetándolas escrupulosamente. Detalles como el de reconocer que se debe avisar el jaque y aun con el «mate» el rey nunca sale del tablero le da cierta nota de pundonor y caballerosidad a este juego de esfuerzo intelectual donde el ingenio, la atención y la memoria llevan el papel más importante.
El poder de desplazamiento y pluralidad de movimientos precisamente en la reina, nos despeja el imaginarnos que el papel de las mujeres en la guerra y la política dentro de la concepción medieval, era cosa bien seria en una sociedad absurdamente calificada de machista por algunos sesgados historiadores contemporáneos. Juego en que la distancia psíquica y quizá el temperamento natural de los jugadores pesa mucho y descarta el azar, que no cuenta para nada. Juego que educa y eleva el espíritu con el tema de la guerra como fondo de cuadro, donde los alfiles, que son como obispos o cancilleres, despeñan un papel de apoyo distante pero eficaz a las otras fichas, que no sorprende por la coincidencia sino que confirma el cómo era de ordenada aquella sociedad jerárquica bajo la influencia de la Iglesia de Cristo y que insinuaba por su dinamismo, un crecimiento de los valores humanos como nunca antes la humanidad lo había alcanzado.
Por Antonio Borda
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