domingo, 24 de noviembre de 2024
Gaudium news > El santo que enseñó a San Juan Pablo II a amar a Nuestra Señora – Parte III

El santo que enseñó a San Juan Pablo II a amar a Nuestra Señora – Parte III

Redacción (Viernes, 02-056-2014, Gaudium Press)

La santidad, perfección de la caridad

La Constitución Lumen gentium recita además: «Pero, al paso que, en la Santísima Virgen, la Iglesia alcanzó ya aquella perfección sin mancha ni arruga que le es propia (cf. Ef 5, 27), los fieles todavía tienen que trabajar por vencer el pecado y crecer en la santidad; y por eso levantan los ojos a María, que brilla como modelo de virtudes sobre toda la familia de los electos» (n. 65). La santidad es perfección de la caridad, de aquel amor a Dios y al prójimo que es el objeto del mayor mandamiento de Jesús (cf. Mt 22, 38), y es también el mayor don del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 13, 13). Así, en sus Cánticos, San Luis María presenta sucesivamente a los fieles la excelencia de la caridad (Cántico 5), la luz de la fe (Cántico 6) y la firmeza en la esperanza (Cántico 7).

1.jpg

En la espiritualidad monfortiniana, el dinamismo de la caridad está expresado especialmente a través del símbolo de la esclavitud del amor a Jesús a ejemplo y con la ayuda materna de María. Se trata de la comunión plena en la kenosis de Cristo; comunión vivida con María, íntimamente presente en los misterios de la vida del Hijo. «No hay nada entre los cristianos que haga pertenecer de manera más absoluta a Jesucristo y a su Santa Madre como la esclavitud de la voluntad, según el ejemplo del propio Jesucristo, que asumió la condición de esclavo por amor a nosotros formam servi accipiens y de la Santa Virgen, que se consideró sierva y esclava del Señor. El apóstol se honra del título de servus Christi. Varias veces, en la Sagrada Escritura, los cristianos son llamados servi Christi» (Tratado sobre la verdadera devoción, 72). De hecho, el Hijo de Dios, que vino al mundo en obediencia al Padre en la Encarnación (cf. Hb 10, 7), se humilló después haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz (cf. Fl 2, 7-8). María correspondió a la voluntad de Dios con el don total de sí, cuerpo y alma, para siempre, desde la Anunciación hasta la Cruz, y de la Cruz hasta la Asunción.

Ciertamente, entre la obediencia de Cristo y la obediencia de María existe una asimetría determinada por la diferencia ontológica entre la Persona divina del Hijo y la persona humana de María, de lo que deriva también la exclusividad de la eficiencia salvífica fontal de la obediencia de Cristo, de la cual su propia Madre recibió la gracia para poder obedecer de modo total a Dios y así colaborar con la misión de su Hijo.

Por consiguiente, la esclavitud de amor debe ser interpretada a la luz del admirable intercambio entre Dios y la humanidad en el misterio del Verbo encarnado. Es un verdadero intercambio de amor entre Dios y su criatura en la reciprocidad de la donación total de sí. «El espíritu de esta devoción… es tornar el alma interiormente dependiente y esclava de la Santísima Virgen y de Jesús por medio de ella» (Secreto de María, 44). Paradójicamente, este «vínculo de caridad», esta «esclavitud de amor» torna al hombre plenamente libre, con la verdadera libertad de los hijos de Dios (cf. Tratado sobre la verdadera devoción, 169). Se trata de entregarse totalmente a Jesús, respondiendo al Amor con que Él nos amó primero. Cualquier persona que viva en este amor puede decir como San Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí» (Gl 2, 20).

La «peregrinación de la fe»

En la Novo millennio ineunte escribí que «se alcanza a Jesús únicamente por el camino de la fe» (n. 19). Fue precisamente éste el camino seguido por María durante toda su vida terrena, y es el camino de la Iglesia peregrina hasta el fin de los tiempos. El Concilio Vaticano II insistió mucho sobre la fe de María, misteriosamente compartida por la Iglesia, poniendo en realce el itinerario de Nuestra Señora desde el momento de la Anunciación hasta el momento de la Pasión redentora (cf. Const. Lumen gentium, 57 e 67; Carta enc. Redemptoris Mater, 25-27).

En los escritos de San Luis María encontramos el mismo énfasis sobre la fe vivida por la Madre de Jesús en un camino que va de la Encarnación hasta la Cruz, una fe en la cual María es modelo y tipo de la Iglesia. San Luis María lo expresa con riqueza de imágenes cuando expone a su lector los «efectos maravillosos» de la perfecta devoción mariana: «Por tanto, cuanto más ganares la benevolencia de esta venerable Princesa y Virgen fiel, tanto más tu comportamiento de vida estará inspirado por la fe pura. Una fe pura, por tanto no te preocuparás mínimamente de cuánto es sensible y extraordinaria. Una fe viva y animada por la caridad, que te hará actuar únicamente con motivo de amor puro. Una fe firme e inquebrantable como una roca, que te hará permanecer firme y constante en medio de huracanes y de tempestades. Una fe laboriosa y penetrante que, como misteriosa llave (clave) polivalente, te hará entrar en todos los misterios de Jesucristo, en los fines últimos del hombre y en el corazón del propio Dios. Una fe corajuda, que te hará emprender y concretizar sin dudas cosas grandes para Dios y para la salvación de las almas. Por último, una fe que será tu llama ardiente, tu vida divina, tu tesoro escondido de la Sabiduría divina y tu arma omnipotente, con la cual aclararás todos los que son tibios y tienen necesidad del oro ardiente de la caridad, darás de nuevo vida a los que murieron por causa del pecado, conmoverás y perturbarás con tus palabras suaves y fuertes los corazones de piedra y los cedros del Líbano y, por último, resistirás al demonio y a todos los enemigos de la salvación» (Tratado sobre la verdadera devoción, 214).

2.jpg

Como San Juan de la Cruz, San Luis María insiste principalmente sobre la pureza de la fe y sobre su esencial y muchas veces dolorosa obscuridad (cf. Secreto de María, 51, 52). Es la fe contemplativa que, renunciando a las cosas sensibles o extraordinarias, penetra en las profundidades misteriosas de Cristo. Así, en su oración, San Luis María se dirige a la Madre del Señor diciendo: «No te pido visiones o revelaciones, ni gustos o delicias, aunque solo espirituales… Aquí en la tierra, yo quiero que me pertenezca únicamente lo que tu quisieres, esto es: creer con fe pura sin nada probar o ver» (ibid., 69). La Cruz es el momento culminante de la fe que María tiene, como escribí en la Encíclica Redemptoris Mater: «María participa mediante la fe en el misterio desconcertante de ese despojamiento… Eso constituye, tal vez, la más profunda «kenosis» de la fe en la historia de la humanidad» (n. 18).

Señal de esperanza segura

El Espíritu Santo invita María a «reproducirse» en sus electos, ampliando hasta ellos las raíces de su «fe invencible», sino también de su «firme esperanza» (cf. Tratado sobre la verdadera devoción, 34). El Concilio Vaticano II recordó cuanto sigue: «La Madre de Jesús, así como, glorificada ya en cuerpo y alma, es imagen e inicio de la Iglesia que se ha de consumar en el siglo futuro, así también, en la tierra, brilla como señal de esperanza segura y de consolación, para el Pueblo de Dios todavía peregrinante, hasta que llegue el día del Señor (Const.Lumen gentium, 68). Esta dimensión escatológica es contemplada por San Luis María sobre todo cuando habla de los «santos de los últimos tiempos», formados por la Virgen Santa para llevar a la Iglesia la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal (cf. Tratado sobre la verdadera devoción, 49-59). No se trata de modo alguno de una forma de «milenarismo», sino del sentido profundo de la índole escatológica de la Iglesia, ligada a la unicidad y universalidad salvífica de Jesucristo. La Iglesia espera la venida gloriosa de Jesús al final de los tiempos. Como María y con María, los santos son en la Iglesia y para la Iglesia, para hacer resplandecer su santidad, para ampliar hasta los confines del mundo y hasta el final de los tiempos la obra de Cristo, único Salvador.

En la antífona Salve Regina, la Iglesia llama a la Madre de Dios «nuestra Esperanza». La misma expresión es usada por San Luis María a partir de un texto de San Juan Damasceno, que aplica a María el símbolo bíblico de áncora (cf. Hom. 1ª in Dorm. B.V.M.: PG 96, 719): «Nosotros unimos las almas a ti, nuestra esperanza, como a una áncora firme. A ella se afeccionaron en mayor medida los santos que se salvaron e hicieron afeccionar a los otros, para que perseverasen en la virtud. Por tanto, bienaventurados, infinitamente bienaventurados los cristianos que hoy se mantienen unidos a ella fiel y totalmente como a una áncora firme» (Tratado sobre la verdadera devoción, 175). A través de la devoción a María, el propio Jesús «amplía el corazón con una santa confianza en Dios, haciendo con que él sea visto como Padre e inspirando un amor tierno y filial» (Ibid., 169).
Juntamente con la Virgen Santa, con el mismo corazón de madre, la Iglesia reza, espera e intercede por la salvación de todos los hombres. Son las últimas palabras de la constitución Lumen gentium: «Dirijan todos los fieles instantes súplicas a la Madre de Dios y madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a los comienzos de la Iglesia, también ahora, exaltada sobre todos los ángeles y bienaventurados, interceda, junto a su Hijo, en la comunión de todos los santos, hasta que todos los pueblos, tanto los que ostentan el nombre cristiano, como los que todavía ignoran al Salvador, se reúnan felizmente, en paz y armonía, en el único Pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisa Trinidad» (n. 69).

Haciendo de nuevo míos estos votos, que juntamente con los otros Padres Conciliares expresé hace casi cuarenta años, envío a toda la Familia monfortina una especial Bendición apostólica.
………………..

(Carta del Papa Juan Pablo II a las familias monfortinianas sobre la doctrina do su fundador – 8 de diciembre de 2003)

Deje su Comentario

Noticias Relacionadas