Redacción (Miércoles, 07-05-2014, Gaudium Press) Cierto día, después de la misa, una religiosa fue abordada por un niño que le indagó:
– ¿Cuántos años tiene Dios?
Al depararse con una pregunta tan inusitada, no tuvo tiempo para responder, pues la propia niña la interrumpió:
– Ah, ya sé. Él es infinito, ¿no?
Concordando, la otra buscó explicarle que Dios es siempre lo mismo, sin comienzo ni fin.
– ¿Pero, como, Él no nació? – interrogó nuevamente la pequeña.
– No. Dios no nació – continuó la religiosa – Él siempre existió. Dios no puede ser puesto en el tiempo. No tuvo comienzo ni tendrá fin.
De hecho, preguntas como esas pueblan nuestra inteligencia cuando pensamos en Dios. Al contemplar, en una noche de verano, el sol que baja sus últimos rayos, pintando y coloreando las montañas, y de a poco, dando paso a la bóveda celeste, cargada de millares de estrellas, planetas y astros que van ascendiendo aquí, allá y acá, podemos, también, cuestionar: ¿quién los creó? O todavía, estando en la playa, viendo el número incalculable de granos de arena y la inmensidad del mar, con sus olas, a veces calmas a veces revueltas, que no sobrepasa sus límites, a no ser en casos excepcionales, -como en tsunamis o maremotos- en una verdadera disciplina, pensar que siendo el universo tan ordenado, tan inmenso y casi sin límites tiene que haber un Ser superior a todo eso, el cual creó, mantiene, gobierna y tiene todo debajo de su mirada. ¿Cómo es Él?
El salmo nos responde: «Antes que se formasen las montañas, la tierra y el universo, desde toda eternidad vos sois Dios» (Sl 89, 2). «Vos permanecéis el mismo y vuestros años no tienen fin» (Sl 101, 28). Es Aquel que subsiste por sí, -Ipsum esse subsistem- lo que es, era y siempre será, que no tuvo comienzo ni tendrá fin, Aquel el cual el universo no puede contener: Dios infinito.
En efecto, bien nos explica Santo Tomás que todas las cosas creadas son de naturaleza finita, pues son determinadas por la esencia de algún género. Si comparamos una cosa blanca, ella puede ser más o menos blanca, una grandeza sigue a otra y puede ser más perfecta. Al contrario, en Dios, la esencia y existencia se confunden, siendo una y única, y Él no pertenece a ningún género; antes, su perfección contiene las perfecciones de todos los géneros; de ahí ser Dios infinito.1
Y, así como el sol que durante el día brilla e ilumina todos los lugares en que incide sobre la tierra, así Dios está en todas partes, en los espacios vacíos, en el interior de cada ser. Él está presente en todo y todo está dentro de Él. Dios, que no tiene cuerpo, no tiene tamaño, es inconmensurable y sin fin.
El infinito no puede ser comprendido por nuestra razón limitada. Como dice un proverbio alemán: «Nunca entenderás lo que es Dios, a no ser que seas Dios.» 2 Pues como afirma el Doctor Angélico, el efecto no puede ir más allá de su causa. Como nuestra inteligencia viene de Dios que es la primera causa de todas las cosas, nuestro intelecto, siendo finito no podría pensar en algo mayor que Dios. 3
Crezcamos en el deseo de encontrarnos con nuestro Creador, Bienhechor y Redentor y preparémonos para conocer todas las maravillas que Él, en su inmenso amor, nos tiene preparado. «Grande es el Señor, y muy digno de alabanza, y su Grandeza no tiene límites». ( Sl 144,3)
Por la Hna. Rita de Kássia C. D. da Silva, EP.
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1SANTO TOMÁS DE AQUINO. Cont. Gent. I. c.XLIII, 1
2 FRANCISCO SPIRAGO. Catecismo en exemplos. Trad. Dr. D. Carlos Cardó. 2 ed. Barcelona: Políglota 1993, p. 104-105
3 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Cont. Gent. I. c.XLIII, 9.
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