Redacción (Jueves, 08-05-21014, Gaudium Press) Narra el Génesis, que Dios descendía todas las tardes, en la brisa del fin del crepúsculo, para conversar con Adán. Sucedía, entonces, un diálogo sublime; de Adán emanaban cánticos e himnos de alabanza a Dios, y de Dios una invitación a Adán para un deseo ‘nec plus ultra’, «embriagándolo día a día, en un proceso magnífico, en la visión de eso, de aquello, de aquello otro, de manera a Adán quedar sin saber qué decir».1 Nos deparamos, así, con «el aspecto más sublime de la dignidad humana: la vocación del hombre a la comunión con Dios. Esta invitación que Dios dirige al hombre a dialogar con Él, comienza con la existencia humana,» (CEC 27). Partiendo de ese presupuesto, mejor comprenderemos el papel de los salmos, como verdaderas oraciones.
Santa Teresita afirmaba que «la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y de amor en medio de la prueba o en medio de la alegría.» 2 De ese modo, es a través de la oración que el hombre se comunica con su Creador, una vez que en el corazón humano está impreso el deseo natural de tender a lo Absoluto, como corolario del inestimable don de haber sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26). Ya en el Antiguo Testamento, encontramos varias formas de oraciones, como por ejemplo los salmos caracterizados por himnos que expresaban alabanzas, gratitudes, lamentos y pedidos de perdón al Creador inspirados por el Divino Espíritu Santo, «que intercede a nuestro favor con gemidos inefables.» (Rm 8, 26)
Veremos a seguir que los salmos cumplen, en su conjunto, con los cinco requisitos más importantes expuestos por Santo Tomás 3 para una perfecta oración: ser confiado, humilde, devoto, recto y ordenado.
«Solo la confianza, oh Señor, nos obtiene vuestra conmiseración».4 De hecho, para mayor impetración en el atendimiento de la súplica, se debe tener una confianza tan amorosa y humilde que excite la misericordia de Dios, como está dicho: «él me invocará, y le daré respuesta.» (Sl 91,15) Por eso, «los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados. Parece como si pretendieseis que se os obedezca en el momento vuestra oración como si fuese un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se complace en los humildes? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que os hagan volver más de una vez para la misma cosa? Y tener poca confianza en la bondad de Dios, el desesperar tan pronto, el tomar las menores demoras por desprecios absolutos.»5
Modelos preclaros de constancia humilde y confiada son los salmos, en los cuales se entrevé la esperanza que clama y se eleva a los cielos para implorar el auxilio del Todopoderoso, por peores que sean las circunstancias que rodean al alma. Es porque canta el profeta David: «Piedad de mí, Señor, pues estoy angustiado; languidecen de tristeza mi vista, mi cuerpo y mi alma. Pues, mi vida se consume entre aflicciones y mis años entre gemidos, decayó por la miseria mi fuerza, mis huesos se consumen (…) pero, yo en Ti espero, Señor, repito eres Tú mi Dios.’ (Sl 31, 10-11 15) Qué habría de más bello y atrayente a los ojos del Señor, cuanto un corazón de un hijo cuya confianza es la fina punta de aquella esperanza que crepita dentro de sí. «Es esa confianza que da fuerzas a nuestras almas de caminar enfrente.»6 Ahora, así como la humildad incita la confianza, la confianza proporciona la devoción.
«Correré por el camino de vuestros mandamientos, cuando dilatareis mi corazón». (Sl 119, 32) Por esta simple forma, canta el salmista el rocío con el cual el hombre experimenta un pedazo del cielo: la virtud de la devoción. Por ella somos encendidos en el fuego del amor divino, es apagada la llama de la concupiscencia y se recibe un nuevo aliento para actuar de acuerdo con las vías de lo sobrenatural, como asegura Santo Tomás: «haz al hombre listo y hábil para toda virtud y despiértalo y facilita para bien obrar.» 7
Una vez en posesión de tan gran beneficio, el alma no duda en pedir lo que le sea conveniente. Se pide, en la verdad, apenas aquello que es lícito desear. Por eso, la oración será rectísima cuando se pide al Señor las cosas que él mismo incita a pedir. 8 Y a que estimula El? El deseo de santidad y de unión íntima con El, de que las cosas terrenas, se escoja las que dicen respecto a las cosas celestes. Así, vemos claramente expreso en el salmo 41. «Así como el ciervo suspira por las aguas que corren, suspira mi alma por Vos, oh Dios mío» (SI 41, 1) Así como el ciervo va a la fuente de las aguas, así mi Dios mi alma te desea.
«Qué bonita esa comparación: una fuente que brota; y Dios, que hizo brotar todo de la nada. Como eso es majestuoso. La fuente es una señal de Dios. Así como el ciervo que corre velozmente, encuentra una fuente y para saciar su sed, así nuestra alma, corriendo por los caminos de la vida, tiene sed de Dios. Y nuestra alma para delante de Dios y bebe.» 9
De ese modo, inspirados por el Espíritu Santo, los salmos son depositarios de la Revelación, conteniendo el resumen de la realidad y de la experiencia religiosa del pueblo israelita en el Antiguo Testamente, y dignamente merecen ser perpetuados en la Iglesia. Ellos son también el núcleo de nuestra vida, puesto que esas elocuentes oraciones elevadas hasta Dios son antes de todo el apoyo de cada día para nunca perder nuestro destino eterno.
Por la Hna. Maria Cecilia Lins Brandão Veas, EP
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Adão homem dos homens, no qual existia a raiz de todos os homens Palestra. São Paulo, 8 jul. 1987. (Arquivo IFTE).
2 Santa Teresa del Niño Jesús. Manuscritos autobiográficos. C 25r, apud CATECISMO da Igreja Católica. 11. ed. São Paulo: Loyola, 2001, p. 658.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. A luz da fé. Lisboa: Verbo, 2002, p.87.
4 SAN BERNARDO, apud SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO. A oração: o grande meio para alcançarmos de Deus a salvação. São Paulo: Santuário, 1987, p. 71.
5 San Claudio de la Colombière. El abandono confiado a la Divina Providencia.
6 CORREA DE OLIVEIRA, Plinio. A Europa vista pelo prisma de um menino inocente. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano II, n. 17, ago. 1999, p. 2.
7 AQUINO, Tomás de, In: San Pedro de Alcántara. Tratado da oração e da meditação. Rio de Janeiro: Vozes, 2008, p.1 13.
8 Cf SANTO TOMÁS, opus cit. p. 88.
9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. As realidades visíveis, sinais de realidades invisíveis. In: Dr. Plinio. São Paulo: Ano V, n. 49, abr. 2002, p. 25.
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