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"He aquí, que estoy a la puerta y llamo"

Redacción (Viernes, 09-05-2014, Gaudium Press) En la época en que la sociedad no estaba tan mecanizada y las personas llevaban una vida mucho menos agitada que la nuestra, la llegada de visitantes a una residencia era un acontecimiento. Dotadas de paredes gruesas, las casas de aquellos tiempos se cerraban con pesadas puertas guarnecidas de trabas robustas. Y, adornando su lado exterior, contaban ellas con un peculiar accesorio que anunciaba la llegada de los forasteros: las aldabas.

Bellas piezas decorativas, podían tener la forma de un dragón amenazador o reproducir, con delicado realismo, bellos florones o conchas. Grandes o pequeñas, reflejaban de algún modo el buen gusto, las actitudes y el carácter del propietario. Entretanto, su sonido era siempre fuerte y categórico, como preanunciando la importancia de lo que iba suceder: alguien se disponía a transponer los umbrales de aquel hogar para ser recibido como amigo y participar de la convivencia familiar.

Franquear o no la entrada de un huésped dependía de la voluntad del señor de la casa. Con su asentimiento, las puertas se abrían de par en par, en señal de hospitalidad. A veces, hasta se entregaba al visitante una llave que le permitía entrar por sí solo. No obstante, el dueño de la residencia podía también mantener bloqueada la entrada, negando la acogida al visitante.

Ahora, no son apenas los edificios que poseen entradas que se abren o cierran. Nuestra morada interior es guardada por la más robusta e impenetrable de las puertas: aquella que protege nuestro corazón. Esta, todavía, tiene la peculiaridad de no poseer cerradura por el lado de afuera, sino apenas una aldaba. No hay llave que permita abrirla. Para cruzarla es preciso que nosotros – los «dueños de la casa» – autoricemos el paso.

¡Y cuántas veces por ella quiere entrar el más noble de los huéspedes, deseoso de estar en nuestra compañía! «He aquí, que estoy a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos, Yo con él y él conmigo» (Ap 3, 20), dice la Sagrada Escritura.

En efecto, Jesús golpea en innúmeras ocasiones a nuestra puerta: cuando admiramos una bella puesta de Sol, al recibir un buen consejo, al leer una palabra edificante, cuando nos aproximamos a los Sacramentos o estamos junto al Sagrario, en el silencio de la oración o hasta incluso cuando nos visita el dolor y el sufrimiento. En esos momentos está Él a nuestro lado, queriendo entrar en nuestro intimidad. «Su visita es asidua al hombre interior. Palabras mansas, agradable consuelo, grande paz, maravillosa intimidad». 1

Con todo, no raras veces quedamos sordos a su toque… Las correrías del día a día, las preocupaciones con las cosas materiales, el egoísmo y nuestro inmediatismo no nos dejan oír la llegada de tan sublime huésped, haciéndonos olvidar los auténticos valores de esta vida -los tesoros que acumulamos para la eternidad- y de que ya en esta Tierra podemos, de alguna forma, anticipar el convivio paradisíaco para el cual Él nos invita.

¿Y si sucede que, después de tanto tocar la aldaba de nuestro corazón y le negamos posada, Nuestro Señor se va? ¿Cómo nos arreglaremos? «Timeo enim Iesum transeuntem – Temo a Jesús que pasa», 2 decía San Agustín…

Él, entretanto, en su infinita bondad nos dio una Madre de Misericordia, que viene también, junto con su Divino Hijo, a tocar la aldaba de nuestra puerta con compasión. Pero, al notar que esta no se abre, hace de vez en cuando el papel de sacrosanta intrusa: entrando por la ventana, se aproxima a nosotros a fin de llamar nuestra atención y predisponernos para recibir a su Hijo. Hecho esto, retorna al lado de afuera para, con Él, seguir tocando.

Pidamos a María Santísima que nos ayude a abrir y mantener abierta esta puerta, junto a la cual Madre e Hijo tocan de forma tan conmovedora, a fin de que Ellos penetren en nuestra morada y en ella hagan la suya. Y habiendo sido nuestros huéspedes en esta Tierra, abran para nosotros las puertas de la Patria Celestial.

Por la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, EP

1 KEMPIS, OSA, Thomas de. Imitação de Cristo. L.II, c.1, n.1.
2 SANTO AGOSTINHO. Sermo LXXXVIII, c.13, n.14. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1983, v.X, p.550.
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Palestra. São Paulo, 5 jun. 1974.

 

 

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