Redacción (Jueves, 15-04-2014, Gaudium Press) Cuando Saulo estaba en el término de su viaje y próximo a llegar a Damasco [1], vio, de repente, en la hora del mediodía, una luz aproximarse al cielo más brillante que el sol, que pasó a circunscribirlo a él y sus compañeros. Todos vieron esta luz y cayeron por tierra, tomados de pavor.
Quiso Dios primeramente derrumbar el orgullo y la obstinación vanidosa de la cual Saulo estaba repleto, a fin de que él pudiese recibir con sumisión y humildad las órdenes que iría darle. Lo derrumbó para salvarlo, dice San Agustín [2].
San Crisóstomo dice que Dios quiso que la luz precediese la voz, a fin de que Saulo tomado divinamente por esta luz tan brillante, calmase un poco su furor y estuviese en condiciones de oír con más docilidad. Y, San Ambrosio [3] comparando San Pablo, en su desvarío de espíritu, a un lobo que corre en medio de las tinieblas de la noche, dice que quedó como que ciego por la luz que vio de repente brillar ante sus ojos.
Es de notarse que Jesús no le dijo: – Crea en mí, o algo del género; sino se contentó en reprobarle la persecución a la que lo estaba sometiendo y le pregunta, de algún modo, dice San Crisóstomo [4], qué podía moverlo a perseguir su persona en sus miembros, queriendo obligarlo, por ahí, a reflexionar sobre la injusticia y la violencia de su procedimiento [5].
Es, pues, este lobo devorador transformado de repente en un cordero. No teniendo todavía conocimiento de quien le hablaba, pero sintiéndose, aún así postrado abajo del poder de Dios, él lo llama de Señor, y le pregunta quién es él. Aterrado por oír decir que persigue aquel cuya luz brilla ante sus ojos, y cuya voz resuena a sus oídos, mientras él juzgaba estar rindiendo un grandísimo servicio a Dios persiguiendo a los discípulos de Jesús. Su pavor llegó al extremo cuando esta voz le dijo: «Yo soy Jesús de Nazaret, que persigues». Según San Hilario [6] y San Agustín [7] en este momento él veía a Jesucristo, que le apareció en persona. Tal sentimiento, defendido por Calmet [8] es confirmado por la Escritura.
Se acostumbra mostrar a los viajantes la Tierra Santa, el lugar donde San Pablo fue derrumbado, a tres leguas de Damasco, rumbo sur. Y, en el tiempo de San Agustín[9], había en el lugar donde él se había convertido, una iglesia.
Según la reflexión de San Juan Crisóstomo, Cristo no dijo a Saulo que Él era Jesús resucitado de entre los muertos; ni que era Jesús sentado a la derecha de Dios Padre. No le dijo tampoco, según la observación de San Gregorio, que fuese el Verbo Eterno, nacido de Dios ante todos los siglos y principio de todas las cosas. Sino, declara que es este Jesús menospreciado por los judíos, este Jesús de Nazaret, que ellos habían hecho morir en una Cruz.
Esto, porque Él quería que, ante la visión de su propio desvío, él se humillase súbitamente y que tuviese compunción por el sentimiento de la ingratitud, por no haber reconocido la visita del Señor, ni comprendido el cumplimiento de las profecías en la persona de este Hombre-Dios.
«Dura cosa te es dar coces contra el aguijón». El sentido de estas palabras es tomado de las juntas de bueyes atados al auto y que se espetan con el aguijón. Cuanto más recalcitran, más son heridas, pues el aguijón les entra en la carne. Cuanto más Saulo se oponía a los designios de Dios, queriendo destruir su Iglesia, más él recalcitraba contra la mano del Todopoderoso, y más se cansaba inútilmente; el plan de Dios no dejaba de ejecutarse.
Finalmente, se sometió a la gracia y la voluntad de Dios: «¿Qué quieres que yo haga?»
Y lo que él dijo una vez, en aquella ocasión, lo dijo desde el fondo del corazón toda la vida, pues que a seguir solo miró para la voluntad de Cristo para regularizar sus acciones.
San Lucas observa que solamente entonces Jesús le dice para entrar «a la ciudad de Damasco», cerca de la cual estaba, y que «allá le sería dicho qué hacer» [10].
El Señor da a conocer entonces a Saulo convertido, la elección de gracias que había hecho en su persona, para establecerlo en el Apostolado de las Gentes, y diciéndole que era por esta razón que se le había aparecido, prometiendo aparecerle «nuevamente», a fin de que pudiese, como los demás apóstoles, «servirle de testimonio de las cosas que había visto» y que debería ver a seguir en estas grandes revelaciones que había tenido, cuando fuera elevado hasta el tercer cielo. Pues era preciso que todos los Apóstoles diesen testimonio de Jesucristo, como testigos oculares. Es también porque San Pablo tuvo que ser favorecido por estas apariciones y revelaciones extraordinarias, en las cuales todos los secretos de la Encarnación del Hijo de Dios y de su Resurrección le fueron expuestos a la luz de los ojos.
Esta ceguera corporal de Saulo era solamente una imagen de aquella donde su espíritu y su corazón habían estado hasta entonces, de la misma manera que la cura milagrosa de su vista después, fue una figura de la cura mucho más admirable de la ceguera de su alma.
«Ea, pues, exclama San Crisóstomo[11], haciendo alusión a los oráculos contenidos en los séptimo y octavo capítulos del profeta Isaías, aquí está entonces este ilustre despojo del demonio arrancado del enemigo de Jesucristo; es una de sus más poderosas armas, en la cual ponía su confianza, que le fue arrancada por Aquel que es más fuerte que Satanás, después de haberlo subyugado. Y, lo que es más admirable, es que aquellos mismos que son enemigos de Jesucristo, le sirvieron en esta ocasión de ministros, para conducir como en un triunfo, a la vista de todo el mundo, este perseguidor de la Iglesia, derrotado bajo el divino poder de Aquel que él antes perseguía, de manera tan ultrajante.
¿¡Quién podría adentrarse en lo que Saulo pensó y lo que hizo durante estos tres días!? Repasó en espíritu, dice San Crisóstomo, todo lo que había ocurrido desde la muerte de Jesucristo y la de San Esteban, también. Se afligía, se recriminaba él mismo por todo lo que había cometido. Confesaba, en presencia de Dios, su propia miseria y su propia ceguera, y admiraba a la divina misericordia. Rezaba, y conjuraba al Señor de perdonarle, y de tornarlo digno de reparar todos los males que había causado a su Iglesia, haciéndolo cumplir la obra para la cual lo destinaba [12].
– El nombre de Saulo hizo estremecer a Ananías, porque era conocido todo lo que él había hecho en Jerusalén y por qué él venía a Damasco. Así, el temor que le impedía pensar en lo que decía y a Quien hablaba, el Señor, le hicieron oponer dificultades en ir a buscar a Saulo. Ananías, entretanto, sobreponiéndose a su estupor, para obedecer a Dios, fue a buscar a Saulo y lo bautizó.
Así, recibió la cualidad de discípulo de Jesús; sus estragos fueron olvidados, no le fue hecha ninguna crítica; su infidelidad ya estaba inmersa en la sangre recientemente derramada por Nuestro Señor Jesucristo; las señales de endurecimiento que le habían hecho antes rechazar la luz de la verdad, y el velo que le impedía ver y reconocer su Mesías, le cayeron juntamente con las escamas de los ojos. Él pasó a ver con alegría y respeto como un ministro de Dios Aquel que él había venido a buscar encadenado como un criminal y como un prevaricador de la Ley de Dios.
Todavía hoy en día se muestra, en Damasco, la fuente en la cual fue bautizado San Pablo.
En su primera epístola al gran Timoteo, obispo de Éfeso, (1, 12-16) Saulo exterioriza cuáles eran entonces sus sentimientos.
Así es que se dio la célebre conversión del Apóstol de las Gentes, del Padre espiritual de casi toda la tierra. La Iglesia, por la cual él trabajó tanto y hasta tal vez incluso más que los otros Apóstoles, quiso honrar el hecho con una fiesta solemne. Desde hace varios siglos ella es celebrada el 25 de enero, por ocasión del traslado de sus reliquias.
En la época de su conversión San Pablo tenía alrededor de 36 años. Según San Agustín, abandonó sus bienes y, cuando predicaba el Evangelio él no poseía nada, razón por la cual San Crisóstomo lo llama de hombre pobre. No se sabe si él era viudo o si estaba comprometido con el vínculo del casamiento. Pero, lo que es seguro es que, desde entonces hizo profesión de continencia y castidad perfecta, conforme narra San Agustín.
Tomado de: Histoire complète de Saint Paul Apôtre et Docteur des nations
par l´Abbé Maistre, Paris: Watelier, 1870, pp. 10-19.
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[1] Act 9,3; 22,6
[2] Agos Serm 175, c.6
[3] De Benedict.Patriarch.c.ult.
[4] Act.hom.16,p.181; S.Aug. in Sl 30
[5] At 9,5-6
[6] De Trinit. 1,3
[7] Serm. 276, « et alii plures » ; Calmet, Comm.
[8] A. Calmet 1672 – 1757, abade de Senones, destacado exegeta francês, escreveu uma «História do Antigo e Novo Testamento».
[9] Serm.278, c.1
[10] At 26, 16-19
[11] Act. hom. XIX, PP 81-82
[12] At. 26, 18
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