domingo, 24 de noviembre de 2024
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¿Es verdad que Jesús tuvo miedo? Y, a respecto de su misión, ¿en algún momento tuvo dudas?

Redacción (Jueves, 15-05-2014, Gaudium Press) Una asidua lectora de este blog nos ha preguntado si Jesús tuvo miedo en algún momento. En efecto, leemos en la Escritura que en el Huerto de los Olivos Jesús pidió que el cáliz de la pasión le fuese apartado. ¿Experimentó Jesús el temor?

Además la misma lectora pregunta si es cierto algo que oyó en una plática religiosa a respecto de las supuestas dudas que Jesús habría tenido de su misión redentora. Incluso afirmaron en tal plática que Jesús fue 40 días al desierto para descubrir cual era la volunta de Dios sobre su persona.

Para poder responder bien a las dudas formuladas en su email, es necesario recordar, aunque en breves pinceladas, la doctrina de la Encarnación del Verbo.

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La Iglesia, fiel a lo revelado en las Escrituras, nos propone como doctrina segura que Jesús, en su unidad personal es Dios y Hombre verdadero, o sea, existen dos naturalezas unidas (pero no confundidas) en la única Persona divina del Verbo de Dios, la Segunda de la Trinidad. Esto no se puede demostrar por la simple razón humana, es una verdad que supera los límites de nuestra inteligencia, pero que Jesús mismo nos la reveló con la autoridad de su palabra y de sus obras.

Este luminoso y altísimo misterio de la Encarnación, tornó la persona de Jesús objeto de las más diversas controversias desde los albores de la Iglesia, sobre todo, cuándo la revelación cristiana se confrontó con las categorías de pensamiento griegas. Fue ese el tema esencial de los más destacados concilios de la antigüedad cristiana, cuya doctrina aún es proclamada por la Iglesia. Recordemos el Credo de la misa dominical, fruto de los concilios de Nicea y de Constantinopla I, donde decimos que Jesucristo es «Dios de Dios, Luz de Luz», y, al mismo tiempo, proclamamos que, para nuestra salvación, «se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre».

Por lo tanto, a la Persona de nuestro Señor Jesucristo se le pueden atribuir verdaderamente tanto las acciones de Dios cuánto las acciones del hombre. Porque si bien es verdad que la humanidad fue asumida por la divinidad, también han enseñado los padres que la divinidad no la absorbió, sino que la respetó en su integridad. Jesús, por tanto, es verdadero hombre, con inteligencia humana, voluntad humana, sentimientos humanos, cuerpo humano, etc. De otro lado, también es cierto que la divinidad en nada disminuyó su grandeza uniendo a sí la humanidad, por lo que Jesús es Dios verdadero, en toda su omnipotencia, grandeza, inmensidad. Esto significa que a la pregunta: ¿Cristo creó el mundo? Se debe responder: sí, en cuánto Dios. Y, ¿Cristo murió? Sí, en cuanto hombre. Es la misma y única persona capaz de cumplir con los actos propios de Dios y del Hombre.

Bello misterio, pero difícil para nuestras pequeñas y débiles inteligencias. Sólo la Fe puede impulsarnos a contemplar tan resplandeciente verdad, aunque para ello es necesaria la oración, la humildad y la confianza en la palabra de Dios. Los soberbios, los impuros y los incrédulos no pueden acceder a tan altas consideraciones.

Pues bien, si es verdad que Jesús fue hombre verdadero, ¿pudo haber sentido miedo? La respuesta ha de ser positiva. Y de hecho Él quiso sentirlo para salvarnos y enseñarnos el valor redentor del dolor en la vida humana. También quiso fortificar nuestra debilidad con sus méritos y su ejemplo, como está dicho en la epístola a los Hebreos 2, 18: «precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba».

Hay varios pasos de la Escritura dónde resta claro que Jesús luchó contra el miedo. La diferencia entre Jesús y nosotros, es que él nunca se dejó vencer por el temor, y delante del terrible panorama de la pasión, superó la tendencia humana de preservar la vida, y se entregó al Padre hasta la muerte y muerte de cruz. Y aquí hay que subrayar que se dio con alegría, sin titubeos.

Analice la descripción hecha por San Lucas de la oración en el Huerto de los Olivos: «Preso de la angustia, Jesús oraba más intensamente, y le entró un sudor que chorreaba hasta el suelo, como si fueran gotas de sangre» (Lc 22, 44). Hoy sabemos gracias a la medicina moderna, que este sudor con sangre sólo ocurre en situaciones de extrema preocupación. Por lo tanto, sí, Jesús probó en su carne el miedo, la angustia y la tristeza, aunque siempre las dominase y las superase con un ánimo victorioso.

En su pregunta usted recuerda específicamente la oración hecha en el Huerto por Jesús, pidiendo al Padre el alejamiento del cáliz: «Padre, si quieres aleja de mí esta copa de amargura, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). Esta oración nos muestra claramente que Jesús como todo hombre, poseía el instinto de conservación, que le hacía temer la muerte, pero, al mismo tiempo, nos muestra que más allá de su instinto de conservación, sobre todo quiere hacer la voluntad del Padre, al punto de dejarse juzgar por un tribunal inicuo, ser flagelado terriblemente, coronado de espinas, cargar su cruz y morir «elevado en el madero». Este ejemplo de Jesús todos debemos imitarlo. Ante las pruebas y los sacrificios de esta vida, primero está la voluntad de Dios, más valiosa que nuestra misma vida.

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Además cita usted otro ejemplo, a saber, el del misterioso abandono de Jesús en lo alto de la Cruz: «Y a eso de las tres gritó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní?, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34) Sin duda esta exclamación de Jesús envuelve profundidades y misterios. Su humanidad, extenuada después de tres horas de lento proceso de asfixia y por tantos otros tormentos, experimenta la sensación del desamparo más terrible, el del mismo Dios. Pero dentro del grito de dolor está la certeza de que el Dios que parece abandonarle es «su» Dios: Dios mío, Dios mío…

Además, la exclamación «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado», es la frase inicial del salmo XXI. El Señor, al usar los mismos términos, evoca sin duda el contenido del salmo, conocido de los circunstantes, que inicia con una lamentación profunda y termina en un canto de acción de gracias por la liberación alcanzada: «anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea: alábenlo los que temen al Señor, glorifíquenlo, descendientes de Jacob, témanlo, descendientes de Israel. Porque él no ha mirado con desdén ni ha despreciado la miseria del pobre: no le ocultó su rostro y lo escuchó cuando le pidió auxilio» (Sl 21, 23-25). De esta forma, podemos entender la exclamación de abandono como una profecía del triunfo de la Resurrección.

A esto se suma que la descripción de San Marco a respecto de la muerte del Señor, debe ser leída junto con el complemento dejado por San Lucas, quien precisa que el último grito de Jesús es un acto de confianza filial en su «Papá» (es la traducción más aproximada de Abbá): «Padre, a tus manos confío mi espíritu. Y dicho esto expiró» (Lc 23, 46).

Por tanto, la misteriosa experiencia del abandono, causada ciertamente por factores físicos y psicológicos de una humanidad bajo la presión del más lancinante dolor, no es una declaración de duda o de incerteza, sino la exclamación del sufrimiento moral llevado a un auge inimaginable. Sufrimiento este, sin embargo, siempre templado con la certeza de que el Dios por quien llama era «suyo», era su Padre, aquel que lo libraría de la muerte con la resurrección definitiva.

¿Alguna vez había medido así el tamaño enorme de los padecimientos de Jesús? Y, sin embargo, ¡es tan importante que recordemos cuánto sufrió por nosotros, no sólo física, sino espiritualmente! Así valorizaremos más su holocausto, como declara San Pedro: «Sabed que no habéis sido liberados de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores con bienes caducos – el oro o la plata – , sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha» (1Pe 1, 18-19).

También San Pablo, en su exhortación a los Hebreos, explica el misterio del dolor de Jesús: «teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró en los cielos – Jesús el Hijo de Dios – mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 14, 15). O sea, Nuestro Señor fue capaz en su humanidad de experimentar el dolor moral, físico y espiritual, pero nunca estuvo contagiado del pecado, ni siquiera de la más mínima imperfección moral, una vez que su humanidad estaba unida personalmente a la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios.

La segunda cuestión que usted nos pone es: si en algún momento Jesús llegó a mostrar duda sobre el desenvolvimiento de su misión aquí en la tierra. Porque, según algunos afirman, Jesús fue al desierto cuarenta días para conocer que es realmente lo que su Padre quería de Él, o, más aún, otros creen que detrás de la pregunta hecha por Jesús a sus discípulos sobre quien era él, asomaría la duda respecto de su misma identidad.

Estamos delante del moderno problema de la conciencia que Jesús tenía, en cuanto hombre, de ser el Hijo de Dios. Algunos hoy lo ponen en duda, otros lo niegan de forma más o menos rotunda. Sin embargo, la Santa Iglesia nunca admitió esta posibilidad, ni de hecho la admite en la actualidad. Jesús tuvo una conciencia clara y directa de su filiación al Padre.

En San Lucas y San Mateo tenemos una revelación de Jesús del todo evidente en ese sentido: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). O sea, Jesús en su humanidad, tiene acceso al Padre de un modo único y exclusivo, a punto de ser el único capaz de transmitir a los demás quien es el Padre. Si Él dudara de su relación filial, ¿cómo podría hacer semejante afirmación?

Ya en el Evangelio de San Juan esta relación filial con el Padre resta meridianamente clara:

«Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30)

«El Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10, 38)

«Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9)

Y tantas otras que podríamos mencionar aquí. Aún podría levantarse una objeción: ¿desde cuándo tuvo Cristo esa conciencia? ¿No fue en el Bautismo de Juan cuando percibió su misión y su identidad divina?

Pues bien, la recomendación es sencilla: leer con atención el Evangelio de San Lucas. He aquí el episodio de Jesús, a los doce años, en medio a los doctores:

«Al cabo de tres días [sus padres] lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas. Todos cuantos le oían estaban estupefactos, por su inteligencia y sus respuestas. Cuando lo vieron, quedaron sorprendidos; su Madre le dijo: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos andado buscando, llenos de angustia. Él les respondió: Y, ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? Pero ellos no respondieron la respuesta que les dio» (Lc 2, 46-50).

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Durante algún tiempo este trecho de San Lucas fue tenido por algunos biblistas casi como legendario. Sin embargo, estudios más recientes prueban ser totalmente histórico y verosímil dado que responde a las costumbres legales de la época. Los niños a los doce o trece años eran introducidos a la Ley, siendo invitados a participar en las escuelas rabínicas, haciendo preguntas y respondiendo a las interrogaciones de los maestros. Y aquí vemos a Jesús brillando como un sol, dejando «estupefactos» por su «inteligencia» y sus «respuestas».

Pues bien, he aquí la respuesta, simplemente tomando como base el Santo Evangelio. Jesús tuvo una conciencia de su identidad divina y de su misión redentora que fue plena, sin margen a dudas, clara como la luz y cristalina como el agua. Pensar lo contrario es tergiversar los textos evangélicos o, simplemente, no haberlos leído con atención.

Espero que estas respuestas puedan servirle para crecer en el entusiasmo, el amor y la adoración por Jesús, el Hijo de Dios y el Hijo de María Virgen, que vino al mundo para salvarnos del pecado y de la muerte, e introducirnos en el Reino de su Padre.

Por el P. Carlos Werner Benjumea, EP

 

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