domingo, 24 de noviembre de 2024
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La Trinidad en los Evangelios – I Parte

Redacción (Martes, 20-05-2014, Gaudium Press) Transcurridos varios milenios desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, la humanidad experimentara las amargas y numerosas consecuencias del pecado.

Las sucesivas generaciones, curvadas bajo el peso de las pasiones desarregladas, asistieron a los más siniestros crímenes, al mismo tiempo horrorizadas y atraídas al fondo del abismo de la degradación moral. La Creación parecía irremediablemente perdida y destinada al fracaso. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre, obra prima del Creador, estaba desfigurado; peor aún, atrajera sobre sí la maldición del pecado. ¿Habría remedio para la humanidad desviada? A pesar de todo, los profetas sucesivamente confirmaban la promesa hecha por Dios a Adán, de un Salvador, el Mesías, que era la única esperanza para iluminar el horizonte de los hombres de fe. Pero, ¿cuándo vendría Él? ¿Dónde nacería? ¿Cómo sería?

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Dios en su misericordia siempre supera todas nuestras aspiraciones. Adán nunca podría haber imaginado que ese Mesías sería el Hijo de Dios. Cuando la historia de la humanidad parecía haber alcanzado su punto más bajo, es que, contra todas las apariencias, llegara, esto sí, la plenitud de los tiempos: «En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Gl 4, 4).

La Anunciación y el misterio trinitario

Fue así que, en una simple casa de Nazaret una Joven, humilde y pura, meditaba sobre la antigua promesa del Mesías, Aquel que rescataría al pueblo de sus pecados e instauraría un nuevo orden de cosas. Podemos imaginarla bordando una linda y fina toalla destinada al uso en el Templo, o leyendo algún pasaje de la Escritura, como por ejemplo el de Isaías: «Es que una Virgen concebirá». Mientras la Joven conjetura cómo sería el Mesías, en qué circunstancias habría de nacer, de repente, una suave luz ilumina su cuarto y una voz angélica, transportada de admiración, le dirige la palabra: ¡»Ave Llena de Gracia»! (Lc 1, 28). El ángel le anuncia que Ella será la Madre del Mesías a quien tanto deseó conocer. «El Espíritu Santo descenderá sobre Ti, y la fuerza del Altísimo Te envolverá con su sombra. Por eso el Niño que nacerá de Ti será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).

Con ese acontecimiento todo cambiaba de aspecto. Aquella misma humanidad envilecida y pervertida era dignificada y elevada por encima de los Ángeles. Las perspectivas de desastre y desespero se convertían ahora en esperanza y alegría. Los hombres, teniendo las puertas del Paraíso Terrestre cerradas atrás de sí, veían abrirse delante de sí las puertas del Paraíso Celeste.

De esa forma se realizaron los eternos designios en que Dios, «tornándose participante de nuestra mortalidad, nos hizo participantes de su divinidad».[1]

2.png¿Pero era apenas eso? ¡No! Ese anuncio traía la revelación de los dos mayores misterios de la Fe. Uno que se realizaba en aquel instante; otro, eterno. La Encarnación del Verbo sucedía en el tiempo, la existencia de la Santísima Trinidad no tiene principio. Fue ese el primer regalo que el Hijo nos trajo, por intermedio del Ángel, y lo confió a Aquella que escogiera por Madre dilectísima. En ese episodio San Gabriel manifiesta a la Virgen Madre que todo lo que se seguirá estará marcado por la Trinidad.[2]

Probablemente, el diálogo entre María y el Ángel fue mucho más largo que la narración bíblica registra. Pero el evangelista escribió exactamente aquello que el Espíritu Santo querría que atravesase los siglos, la primera alusión al misterio trinitario.

Con efecto, si analizamos atentamente las palabras de San Gabriel, podemos ver clara referencia a cada una de las Personas Divinas. Comienza por mencionar la Tercera Persona: «el Espíritu Santo vendrá sobre Ti». En seguida, afirma que la «fuerza del Altísimo» la cubriría «con su sombra», referencia más discreta a la Persona del Padre, que quedará evidente en la continuación de la promesa: «el Niño santo que nazca de Ti será llamado Hijo de Dios». Si hay un Hijo tiene que haber también un Padre, es la conclusión lógica.

Tenemos, entonces, en ese episodio, que cambió la historia de la humanidad, la primera ocasión en que Dios revela el misterio de su vida íntima. Y nada más simbólico que Él lo haya hecho a Aquella en Quien el Verbo se encarnaría para realizar la Redención de los hombres.

Continúa…

Extraído de «La vida íntima de Dios Uno y Trino»
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[1] Santo Agostinho. A Trindade. São Paulo: Paulus, 2005, p. 150.
[2] Cf Gonzalo Lobo Méndes. Deus uno e Trino. Lisboa: Diel, 2006, p. 124.

 

 

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