Redacción (Viernes, 23-05-2014, Gaudium Press)
La Misión Divina
Toda la verdad católica respecto a la Santísima Trinidad sería ignorada por los hombres si Dios no la hubiese revelado en su bondad infinita. Pero, como Dios hace todo con absoluta perfección, el propio modo de revelar el misterio trinitario es sumamente bello.
Él se reveló plenamente al enviar a su propio Hijo: «Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que en él cree no se pierda, sino tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Ese envío del Hijo hecho por el Padre se dio en la plenitud de los tiempos, cuando el Verbo se encarnó en el seno purísimo de María Santísima (cf Gl 4,4). Al llegar la hora de su glorificación por la Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús prometió enviar el Espíritu de la verdad que procede del Padre (cf Jo 15, 26), para dar testimonio de Él.
El envío del Hijo hecho por el Padre, y el del Espíritu Santo hecho en conjunto por el Padre y el Hijo, se llama Misión Divina, que es una nueva forma de presencia de alguna Persona Divina en el mundo, en el tiempo. Claro que el Hijo y el Espíritu Santo actuaban siempre junto con el Padre en el mundo, pues existen eternamente. Pero, con la misión divina, Ellos participan de un modo especial en la obra de la salvación.
La misión de una Persona Divina implica dos elementos: la relación del Enviado con Aquel que lo envía, y el lugar adonde es enviado.
Evidentemente, la misión divina no tiene ninguna de las imperfecciones del actuar humano. Quien envía no tiene imperio o superioridad sobre el Enviado, dada la igualdad absoluta de las Personas Divinas en dignidad y perfección. La única distinción es la procesión de origen. [1] Y para Quien es enviado, la misión no significa que Él no estuviese allá antes o que Él hubiese cambiado de lugar, pues las Personas Divinas siempre están presentes y en todas partes. [2]
Y aquí está un gran tesoro del misterio trinitario: por las misiones divinas Dios manifestó su vida íntima. El envío del Hijo por el Padre indica la eterna procesión del Verbo en el seno de Dios; y el envío del Espíritu Santo por el Padre y por el Hijo indica la eterna procesión de Ambos. Además, como la misión manifiesta el concepto de procedencia de otro, se comprende que no corresponda al Padre ser enviado, ya que no procede de otra Persona Divina, sino solamente al Hijo y al Espíritu Santo.[3]
Se puede, distinguir entre misión visible e invisible. En la visible, una Persona Divina es percibida por los sentidos humanos: el Hijo, en Jesucristo, y el Espíritu Santo, en la forma de paloma en el Bautismo de Jesús y en las lenguas de fuego, en Pentecostés. La invisible se refiere a la morada de las Personas en el alma, por la gracia santificante. El Hijo y el Espíritu Santo son enviados invisiblemente al alma, y junto con Ellos viene el Padre para habitarla. «Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y Nosotros vendremos a él y en él haremos nuestra morada» (Jo 14, 23).
Sin embargo, por más que el Padre no tenga ninguna misión divina, eso no quiere decir que donde está el Hijo o el Espíritu Santo no esté también el Padre, ya que las Tres Personas Divinas son inseparables.[4]
‘Circumincessio’: el íntimo relacionamiento de las Personas Divinas
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están en una continua y eterna interrelación. Así, cada una de las Personas está enteramente en las otras dos; esto en Teología recibe el nombre de ‘circumincessio’ (en latín), o también ‘perichoresis’ (en griego), que no es nada más que el relacionamiento entre las Tres Personas Divinas.
Respecto a eso, explica el Catecismo: «En los nombres relativos de las Personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo al Padre, el Espíritu Santo a los dos; cuando se habla de esas Tres Personas considerando las relaciones, se cree, todavía, en una sola naturaleza o substancia. Pues todo es uno en Ellos, donde no se encuentra la oposición de relación. Por causa de esa unidad, el Padre está todo entero en el Hijo, todo entero en el Espíritu Santo; el Hijo está todo entero en el Padre, todo entero en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo, todo entero en el Padre, todo entero en el Hijo».[5]
La circumincessio es a lo que Nuestro Señor se refiere cuando dice: «El Padre está en Mí, y Yo en el Padre» (Jn 10, 38). Del mismo modo, al ser indagado por Felipe que quería ver al Padre, Jesús respondió: «¿No crees que Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí? Las palabras que Yo os digo no las digo por Mí mismo, pero es el Padre que, permaneciendo en Mí, realiza sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí. Creed, al menos, por causa de estas obras» (Jn 14, 10-11).
Por la circumincessio las Personas Divinas se relacionan constante y mutuamente, y por la morada de la Santísima Trinidad ese misterioso y divino relacionamiento se realiza ininterrumpidamente dentro del alma en estado de gracia.
Y Nuestro Señor quiere que estemos en Él a semejanza de como Él está en el Padre. Por eso rezó al Padre: «Que ellos [los Apóstoles y todos los fieles] estén en Nosotros, a fin de que el mundo crea que Tú Me enviaste. Yo les di la gloria que Tu Me diste, para que ellos sean uno, como Nosotros somos Uno: Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfectamente unidos, y el mundo conozca que Tú Me enviaste y los amaste como me amaste a Mí (Jn 17, 21-23)». Esas últimas palabras, pronunciadas por los labios divinos pocos momentos antes de dirigirse al Huerto de los Olivos a fin de iniciar la Pasión, son de una profundidad y grandeza sin fin, pues revelan a qué altura sobrenatural el Bautismo nos eleva.
«Están, en el alma justificada, las Tres Divinas Personas engendrándola sobrenaturalmente, vivificándola con su propia vida, introduciéndola por el conocimiento y el amor en lo más hondo de sus íntimas relaciones. Ahí el Padre engendra realmente el Hijo, y del Padre y del Hijo procede realmente el Espíritu Santo, realizándose dentro del alma este sublime misterio de la unidad trina y de la trinidad una, que es la propia vida de Dios».[6]
Por eso, San Gregorio Nacianceno así preparaba sus catecúmenos para el Bautismo: «Antes que nada, conservad este buen depósito, por el cual vivo y combato y que deseo tener como compañero al morir, y que me hace soportar todos los males y despreciar todo placer: la profesión de fe en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo. Yo os confío hoy, es por ella que voy a sumergiros en el agua de aquí a poco y os sacaré de ella. Yo os la doy como compañera y dueña de toda vuestra vida: os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y que contiene los Tres de manera distinta, sin disparidad de substancia o naturaleza, sin aumento o disminución por las superioridades o inferioridades, iguales en todo, en todo lo mismo, como la belleza y la magnitud de los cielos es una, la infinita connaturalidad es de tres infinitos. Cada uno considerado en sí mismo es Dios todo entero, como el Padre, así el Hijo, como el Hijo, así el Espíritu Santo, un solo Dios los Tres considerados juntos. […] Ni comencé a pensar en la Unidad, y la Trinidad me baña en su esplendor. Ni comencé a pensar en la Trinidad, y la Unidad se apodera de mí».[7]
Por ello el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira afirmaba que «si tuviésemos una noción bien clara de las relaciones entre las personas de la Santísima Trinidad, encontraríamos la imagen y semejanza de las relaciones trinitarias en las relaciones de los seres entre sí.
«El Universo, que no es constituido por seres vecinos, sino relacionados, articulados, forma una inmensa colección. Este aspecto arquitectónico sería más bien comprendido si, a partir de las relaciones de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, se hiciese todo el panorama de cómo son las relaciones entre los seres, en el Universo».[8]
Pentecostés, luz sobre el misterio trinitario
Sin embargo, todas las afirmaciones del Divino Maestro antes de la Pasión no eran suficientes para iluminar la mente de los que lo escuchaban. Arraigados a las tradiciones de sus antepasados, no podían comprender la existencia de la Trinidad, de Personas en Dios, con la claridad y naturalidad con la cual un niño hoy es capaz de confesar esa altísima verdad, simplemente al hacer la Señal de la Cruz, antes de adormecer: En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Después de la Resurrección, en una de sus apariciones a los Discípulos, Nuestro Señor Jesucristo se refirió de modo totalmente claro e inequívoco a la Trinidad, cuando les ordenó: «Id, pues, y enseñad a todas las naciones; bautizadlas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Mas solo con el descenso del Paráclito, en Pentecostés, fue que los ojos del alma se abrieron para entender las palabras que el Salvador les había dicho. «Todo fruto del sacrificio redentor fue recogido en Pentecostés. Mereciendo su glorificación, Cristo mereció para los hombres la eficacia del Espíritu Santo, efusión a través de la cual recibimos la salvación, la remisión de los pecados y la santificación».[9]
Esas palabras contienen la fórmula más explícita sobre el misterio de la Trinidad, porque el propio Jesús cuando manda bautizar «en nombre», por tanto en singular, afirma la existencia de un Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo en una sola unidad substancial. Al mismo tiempo, estas tres Personas son distintas entre Sí, como notamos a Jesús decir cada nombre de las Personas Divinas precedidas por el artículo que las personaliza.[10] De esa forma queda evidente la existencia de la Santísima Trinidad.
Delante de todo ese bello y misterioso panorama revelado por Nuestro Señor Jesucristo, nos cabe aspirar, ya en esta vida, a la convivencia eterna con la Trinidad en el Cielo, cantando su gloria, como San Agustín en su oración: «Cuando llegamos a tu presencia cesará lo mucho que dijimos sin entender, y Tú permanecerás todo en todos (cf 1Cor 15, 28). Y entonces eternamente cantaremos un solo cántico, alabándote en un solo movimiento, en Ti estrechamente unidos».[11]
Extraído de «A vida íntima de Deus Uno e Trino».
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[1] Procesión de origen es el término utilizado por la Teología para designar la eterna generación del Hijo por el Padre, y la espiración del Espíritu Santo por el Padre y por el Hijo.
[2] Cf Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 43, a. 1.
[3] Cf Idem, I, q. 43, a. 4.
[4] Cf Antonio Royo Marín. Dios y su obra. Madrid: BAC, 1963, p. 330.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, 255.
[6] Antonio Royo Marín. Dios y su obra. Madrid: BAC, 1963, p. 334.
[7] San Gregorio Nacianceno, Oratio, XV, 41.
[8] Plinio Corrêa de Oliveira. Conferência. São Paulo, 31 ago.1983. Arquivo ITTA-IFAT.
[9] José Antonio Sayés. La Trinidad: Misterio de Salvación. Madrid: Palabra, 2000, p. 102.
[10] Cf Gonzalo Lobo Méndes. Deus uno e Trino. Lisboa: Diel, 2006, p. 128.
[11] San Agustín. A Trindade. São Paulo: Paulus, 2008, p. 557.
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