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Obregón y el ímpetu

Redacción (Miércoles, 06-04-2014, Gaudium Press) Fue un pintor colombo-español que murió en Cartagena de Indias a la orilla del Caribe, el mar de los siete colores, dramáticos naufragios, legendarios filibusteros y batallas navales como pocos mares han tenido de todo aquello en el planeta… y al que un buen escritor iberoamericano llamó «nuestro mediterráneo». De ese hervidero apasionado e impetuoso robó con certeza su inspiración volátil. Vivió Obregón algo menos de setenta y dos años y dejó un legado de pinturas de una fuerza expresiva intensa y colorida que estimula la aventura y desafía la poltrona. Son famosos sus cóndores, sus barracudas y sus toros de lidia. La pincelada es rápida y generosa, una mancha con vida llena de imponderables sensitivos que hablan primero al corazón y después a la razón. No se podría decir que se deleitó pintando una realidad monstruosa y sórdida como algunos pintores modernos y contemporáneos. Si la figura no estaba completamente acabada, insinuaba claramente lo que era y convidaba a buscar el arquetipo más allá de la clásica figurativa que a veces es quieta, mustia y pesadamente aprisionada en lo meramente terreno.

1.jpgTímido y lamentablemente bohemio al parecer sin fe ni esperanzas, extrajo del fondo de su alma (de cuya existencia posiblemente dudaba) un depósito maravilloso de inocencia cromática que delata un niño bautizado y dormido que no quiso despertar para no pervertirse completamente en el mundo de la farándula y el prosaísmo acuciante de la fama paparazzi, a la que el pintor le sacó el cuerpo frecuentemente.

Obregón pareciera haber intentado el camino de Raoul Dufy (1) ajeno a las técnicas de la pintura de academias, de las que el refrán colombiano dice que como de las epidemias ¡líbranos Señor! Es famoso su auto-retrato azul con hematoma en el ojo, intentado el parche que llevaba el valeroso Blas de Lezo al que admiró comprobadamente. Obregón quizá deja mucho por desear en materia de buen gusto, pero es evidente su talento y autenticidad a la búsqueda del maravilloso tiempo perdido. Su pincel un tanto intemperante rayaba el lienzo con colores definidos y truculentos sin perder el tiempo ni el espacio y queriendo desafiar e ir de una vez al combate. ¿Por qué no afirmar que pintó algo de su alma española vigorizada con el espíritu caribe?
¡Cuánta vitalidad y empuje desperdiciado! Si se nos permite, Botero es el contraste de Obregón, porque este intenta volar y el otro se aposentó cómodamente en lo terráqueo.

Sabido es por lo mejores marinos del mundo que navegar el caribe no es cosa fácil, una especie de Mar Egeo voluble lleno de sorpresas y acantilados repentinos que brotan sin pedir permiso y rompen la coraza de los barcos. El espíritu de este «mare nostrum» americano se hizo peces rápidos de muchas tonalidades y tornasoles, alcatraces y gaviotas, vientos impetuosos, huracanes aguerridos despeinando palmeras, que Obregón cogió en el aire y los aplastó vivos en sus lienzos y murales, algunos pintados con espátulas y no con pincel, que se le quedaba corto al impulso de su inspiración inconsciente y le llevó a decir alguna vez que al ver su cuadros terminados, quietos y exhibidos, no recordaba bien cuándo y cómo los había pintado.

Algo parecido a lo que en algunas almas hace la gracia de Dios aunque haya sido «incorrespondida» y apropiada sin permiso, almas que bajo el efecto subconsciente de ella, no buscan glorificar agradecidas al Autor sino la efímera fama de una sensibilidad equilibrada por ella, de una voluntad robustecida por su efecto y una a inteligencia alumbrada por su luz infinita, fama que a Obregón le llegó sin proponérsela, porque siempre lo fastidiaron las convencionales entrevistas de prensa.

Por Antonio Borda

(1) Francia, I877-1953. Plinio Correa de Oliveira, Catolicismo No.80/Agosto de 1957.

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