Redacción (Lunes, 09-06-2014, Gaudium Press) El calendario litúrgico de este mes de junio de 2014 nos trae algo maravilloso: nada más y nada menos que siete solemnidades: la Ascensión, Pentecostés, Santísima Trinidad, Corpus Christi, nacimiento de San Juan Bautista, Sagrado Corazón de Jesús y San Pedro y San Pablo.
Nos interesa fijar la atención en dos de ellas por su relación inmediata con el carisma de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia y con el rasgo propio de todo adorador: las solemnidades del Corpus y del Sagrado Corazón. Para efectos de culto, ambas devociones, tan venerables y claramente distintas, se pueden fundir para resultar en una sola: la devoción al Corazón Eucarístico de Jesús.
No nos cansaremos de saber y de decir que la Hostia consagrada es el mismo Dios, su presencia real. Y por estar el propio Cristo oculto en ella, se ha dicho con propiedad que la Eucaristía es la raíz, el centro y la cumbre de la vida cristiana. Asimismo, el Concilio Vaticano II ha proclamado que la Eucaristía contiene todo el tesoro espiritual de la Iglesia. No es poco decir.
Por su vez, el Papa Pío XII y otros papas y santos, han visto en el culto tributado al Sagrado Corazón de Jesús la regla de la perfección cristiana y el compendio de toda la religión. Tampoco es decir algo irrisorio ¡Son encomios enormes!
Estas afirmaciones se equivalen y se pueden aplicar indistintamente tanto a la Eucaristía como al Sagrado Corazón. En realidad, la Eucaristía contiene al Corazón traspasado y glorioso de Jesús, soberanamente presente, palpitante y actuante. El Divino Corazón está, pues, en la Eucaristía; y ella, a su vez, es el don más precioso de ese Corazón amante.
Cuando el Sagrado Corazón se reveló a Santa Margarita María de Alacoque en la capilla de la Eucaristía de su convento en Paray le Monial, allá por el siglo XVII, la instruyó en el sentido de que la devoción a su Corazón debía tener un fuerte sentido de expiación y de reparación, en vista de las ofensas y de los olvidos que padece al no ser correspondido en su infinito amor.
«Para reparar estas y otras culpas (Jesús) recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales» (Encíclica Miserentíssimus Redemptor de Pío XI). Comulgar y adorar ¡he ahí el culto propio a tributar al Corazón de Jesús!
Dios es amor, y es una convención que el corazón es la sede del amor. La Eucaristía es el sacramento del amor instituido en el cenáculo, después de que el discípulo amado nos relata que Jesús amó a los suyos hasta el extremo (Jn. 13, 1). La Eucaristía representa el amor extremo, excesivo y eterno del Sagrado Corazón de Jesús.
La piedad católica siempre confesó que del costado abierto del Señor brotaron los sacramentos de la Iglesia. Como viniendo a confirmar lo antedicho, en las revelaciones del Nuestro Señor a Santa Faustina sucedidas en la década del 30 del siglo pasado, se dice que del Corazón de Jesús brotó sangre y agua, símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. El artista polaco, autor de la tan popular y conocida imagen de la Divina Misericordia, pintó esos rayos rojos y blancos saliendo del Corazón de Cristo y significando precisamente uno y otro sacramento.
Se estudia en medicina que el corazón humano tiene dos movimientos: la sístole, cuando se contrae, y la diástole, cuando se dilata y se abre. Esto hace que la sangre se oxigene, circule e irrigue todo el cuerpo, vitalizándolo.
A ese propósito, cabe una aplicación en relación al Sagrado Corazón de Jesús. La contracción significaría su fuerza atractiva que busca unir íntimamente al fiel a Él. El dilatarse sería la abertura de ese divino Corazón a la humanidad entera, para lavarla con su sangre preciosa.
También la Eucaristía invita a los adoradores a estos dos movimientos. A llegar bien junto de la Hostia consagrada para ser transformados por la imantación de su amor (sístole). Y a salir e ir al encuentro de los demás, para contarles la experiencia del privilegio de tenerla como compañía (diástole).
Que María Santísima, que dio su carne y su sangre para formar el cuerpo de Cristo y lo llevó en su vientre como en un sagrario durante nueve meses; ella, que acompañó con tanto amor el desarrollo humano del corazón de su Hijo desde la Gruta de Belén hasta verlo muerto y traspasado por la lanza en lo alto del Calvario, nos de la gracia de una mayor confianza y esperanza en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
Por el P. Rafael Ibarguren EP
Asistente eclesiástico de las Obras Eucarísticas de la Iglesia
Asunción del Paraguay, junio de 2014
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