Redacción (Jueves, 10-07-2014, Gaudium Press)
Aspecto simbólico y transcendente de la pesquisa científica
Como las criaturas presentan reflejos de las infinitas perfecciones divinas, el objeto de toda investigación científica debe ser considerado, en primer lugar, un objeto-símbolo de algún atributo del Creador. Pues la finalidad del hombre no es apenas conocer, sino «alabar, reverenciar y servir a Dios y, mediante esto, salvar su alma»[8], según la bella expresión ignaciana.
En ese sentido, por cierto, el Cielo no es una biblioteca, sino el lugar donde hay un constante y creciente conocimiento amoroso de Dios. «Amoroso», es el adjetivo que falta a la ciencia moderna, con dos indisociables corolarios: fe y humildad. Entre varias recomendaciones dadas a un dominicano que le preguntaba sobre el modo correcto de estudiar, Santo Tomás agregaba ser primordial nunca dejar de rezar y seguir el ejemplo de los santos.[9] ¡Cuán distante de eso se encuentra la mayoría de nuestros científicos!
Cabe a la ciencia orientada por la fe el importantísimo papel de desvendar las maravillas que Dios puso en la Creación, remitiéndolas a su Creador, con gratitud, adoración, amor, fe y humildad. Tal actitud, lejos de molestar la investigación científica, atraería el auxilio divino para desvendar mejor los más recónditos misterios de la naturaleza. Si es Dios el creador del intelecto humano y también del universo material, no puede haber desarmonía entre esas dos criaturas. Comprueba esa realidad la larga lista de científicos, eminentes, en los más diversos campos del conocimiento, que eran religiosos o cristianos practicantes.
Con efecto, fue la Iglesia Católica la mantenedora y salvaguarda de la cultura en el Occidente, por ocasión de las sucesivas invasiones de los bárbaros que destruyeron el Imperio Romano. Sin el meticuloso y a veces heroico trabajo de los monjes copistas, desconoceríamos las obras clásicas. ¡Basta decir que el más antiguo texto conocido de Aristóteles (384-322 a.C.) data del año 1.100, o sea, más de 1.400 años después de su muerte! Fue la Civilización Cristiana la que difundió, sobre todo con el impulso de Carlomagno, las escuelas primarias gratuitas en territorio europeo. De esas instituciones surgieron las universidades, algunas de las cuales perduran hasta hoy como luceros de ciencia. En el mundo antiguo, había enseñanza superior, pero, por primera vez en la Historia, fueron creadas instituciones con métodos y contenidos organizados. Consiguieron sobrevivir esas universidades medievales gracias a la protección del Papado, del cual dependían directamente, no estando subordinadas al gobierno local. O sea, la ciencia en el Occidente tuvo como cuna la Santa Iglesia.
De hecho, tiempo hubo en que la ciencia y la religión caminaron de la mano, produciendo frutos por encima de toda expectativa. Pero, a partir del Renacimiento, ese aspecto simbólico y transcendente del estudio y de la pesquisa fue siendo eliminado de los cursos superiores. Y los esfuerzos científicos acabaron por restringirse al conocimiento del universo material, como finalidad última. Ahora, «en esas condiciones el objeto técnico no remite más que a sí mismo; su sentido tiende al unívoco; basta desmontarlo para saber lo que él es; ya no contiene misterio; […] en sentido estricto, es ‘insignificante’, o sea, difícilmente remite para una realidad que no sea él mismo; es, pues, inapropiado para la función simbólica».[10]
Bien sintetizan la perplejidad de los científicos las conocidas palabras del ya citado Jastrow: «Para el científico que vivió de su fe en el poder de la razón, la historia termina como un mal sueño. Él escaló la montaña de la ignorancia; está listo a conquistar el más alto pico; cuando transpone la última roca, es saludado por un grupo de teólogos que allá están sentados hace siglos»…[11]
Los verdaderos teólogos – aquellos que, según la expresión de Jastrow, «están sentados hace siglos» en el pico de la montaña -, por haberse dedicado a una contemplación admirativa y amorosa de la Creación, estuvieron en la base del prodigioso desarrollo intelectual del Occidente cristiano.
Un libro escrito por el propio dedo de Dios
La consideración del universo como reflejo de las infinitas perfecciones del Creador llevaría a un conocimiento amoroso de las cosas, posibilitando el crecimiento de la ciencia en armonía con la fe, y tomaría al hombre todo, abarcando su inteligencia, su voluntad y su sensibilidad.
En ese sentido, afirma con toda naturalidad el prodigio de inteligencia que fue el Águila de Hipona: «Sin hablar de los testimonios de los profetas, el propio mundo proclama en silencio, por sus tan regulares revoluciones y por la belleza de todas las cosas visibles, que él fue creado y solamente podía haber sido creado por un Dios cuya belleza y grandeza son invisibles e inefables».[12]
Ese conocimiento amoroso del universo revelará la Belleza divina, invisible e inefable, capaz de orientar al hombre contemporáneo, conforme la afirmación de Pablo VI: «Este mundo en el cual vivimos precisa de la belleza para no ahogarse en el desespero. La belleza, así como la verdad, es lo que infunde alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que resiste al desgaste del tiempo, une las generaciones y las hace comulgar en la admiración».[13] Es de eso que necesita el mundo científico para progresar ordenadamente.
Para la famosa escuela de los Vitorinos, «el mundo es, con efecto, un libro escrito por el propio dedo de Dios. […] Un ignorante ve un libro abierto; él percibe señales, pero no conoce ni las letras ni el pensamiento que ellas expresan. Igualmente el insensato, el hombre animal que no percibe las cosas de Dios, ve la forma exterior de las criaturas visibles, pero no comprende los pensamientos que ellas manifiestan. El hombre espiritual, al contrario, bajo esa forma exterior sensible, contempla y admira la sabiduría del Creador».[14] Y con eso, por cierto, llega a conocer mejor que quien no admira la transcendentalismo de las cosas.
Amor y conocimiento deben caminar juntos
Uno de los empeños principales de los Heraldos del Evangelio en la formación dada a sus miembros consiste en unir conocimiento y caridad, instruyéndolos en las ciencias humanas y las divinas. El conocimiento científico y el amor a Dios deben caminar juntos, alimentándose de modo recíproco. Pues solo se ama lo que se conoce, y, de su lado, el amor estimula a profundizarse en el conocimiento.
Muy ilustrativas de ese principio son las palabras del misionero irlandés del siglo VI, San Columbano: «Es preferible ser piadoso sabiendo poco y en silencio, que hablar impíamente. […] Por eso insisto, si alguien se empeña en saber lo que debe creer, no piense que lo entenderá mejor disertando que creyendo […]. Busca el conocimiento supremo, no con malabarismos verbales, sino con la perfección de la buena conducta; no con palabras, sino con la fe que procede de un corazón simple y que no es fruto de una argumentación basada en una sabiduría irreverente».[15]
¿Y qué es la fe, podemos decir, sino creer amando? De esa forma la ciencia puede dar una de sus mayores contribuciones al mundo, superior a cualquier aparato inventado hasta ahora: tornar los hombres felices en la tierra, según la ley de Dios, y prepararlos para la felicidad eterna. Otra no es nuestra finalidad en este valle de lágrimas. Según el gran carmelita San Juan de la Cruz, «en el atardecer de esta vida seremos juzgados por el amor». No por el conocimiento…
Por el Diác. Antonio Jakoš Ilija, EP
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[8] SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales, 23 (Principio y Fundamento).
[9] Cf. SÃO TOMAS DE AQUINO Epistola De modo studendi.
[10] SIRONNEAU, Jean-Pierre. Sécularisation et religions politiques. Paris: 1982, Mouton, p. 99.
[11] JASTROW Op. cit., p.107
[12] SANTO AGOSTINHO. De Civitate Dei, l.11, c.4 , 2 (ML 41, 320)
[13] PABLO VI. Messaggio agli Artisti; 8/12/1965.
[14] HUGONIN, Flavien; Essai sur La fondation de l´école de Saint-Victor de Paris ; Paris: Librairie Classique D´Eugene Belin ; 1854, p.94-95.
[15]SÃO COLUMBANO, Instructio I – De Deo Uno et Trino, IV (ML 80, 252).
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