Redacción (Miércoles, 16-07-2014, Gaudium Press) «Interroga la belleza de la tierra, interroga la belleza del mar, interroga la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga la belleza del cielo… interroga a todas estas realidades. Todas responden: ‘Ve, nosotros somos bellas’. Su belleza es una proclamación. ¿Estas bellezas sujetas a cambios, quien las hizo sino la Suma Belleza, no sujeta a cambio?»[1]
Abierta la mano de Dios con la clave del amor surgieron las criaturas [2]. Dios, con efecto, creó el mundo por un libre designio de su bondad y su amor, no para aumentar su gloria, sino para manifestar y comunicar su belleza.
Con todo, como San Agustín, podríamos indagar: «¿Qué es la belleza? ¿Qué nos atrae y aficiona a las cosas que amamos?»[3]
Nos parece que el mejor interpretador de San Agustín es Santo Tomás, aunque el Doctor Angélico no haya elaborado comentarios de las obras del Doctor de la Gracia, tal como él hizo con las obras de Aristóteles o con las Sentencias de Pedro Lombardo. Por tanto, para comprender mejor lo que es la belleza recurrimos a la doctrina tomista.
I – Esencia de la belleza
La belleza designa aquello que suscita en el hombre el sentimiento de admiración. De acuerdo con Santo Tomás: «pulchra dicuntur quae visa placent» – «se llama bello aquello cuya vista agrada» (I, q. 5, a. 4, ad 1). Oigamos al Doctor Angélico exponer esta doctrina:
«Lo bello es lo mismo que el bien con la sola diferencia de razón. En efecto, siendo el bien lo que apetecen todas las cosas, es de la razón del bien que en él descanse el apetito; pero pertenece a la razón de lo bello que con su vista o conocimiento se aquiete el apetito. Por eso se refieren principalmente a lo bello aquellos sentidos que son más cognoscitivos, como la vista y el oído al servicio de la razón, pues hablamos de bellas vistas y bellos sonidos. En cambio, con respecto a los sensibles de los otros sentidos no empleamos el nombre de belleza, pues no decimos bellos sabores o bellos olores. Y así queda claro que la belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva, de manera que se llama bien a lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya sola aprehensión agrada».[4]
II – Elementos constitutivos y división
Tres son los elementos constitutivos de la belleza:
a) Primero, integridad o perfección (integritas), pues las cosas inacabadas, como tal, son feas.
b) También se requiere la debida proporción o armonía (debita proportio).
c) Por último, se precisa la claridad y el esplendor, motivo por el cual aquello que tiene colores claros y nítidos son llamados bellos (claritas). [5]
Dos son los géneros de belleza: la física, que se refiere a la belleza del cuerpo, y la espiritual, que se refiere a la belleza del alma. «La belleza del cuerpo consiste en que el hombre tenga los miembros corporales bastante proporcionados, con un cierto esplendor del color conveniente. De igual modo, la belleza espiritual consiste en que la conducta del hombre, esto es, sus acciones, sea proporcionada según el esplendor espiritual de la razón» [6].
III – La belleza en la creación
Disponiendo todo con medida, número y peso (cf. Sb 11,20), Dios estableció «en la obra de sus manos» (Sl 18,2) una variedad de grados según la naturaleza y la perfección de los seres. Así, de la misma forma como el efecto refleja la causa, en las criaturas irracionales se encuentran vestigios del Creador, de manera que «las perfecciones invisibles de Dios, su sempiterno poder y divinidad, se tornan visibles mediante sus obras» (Rom 1, 20). Por causa de esto, si interrogásemos a todas estas criaturas, todas responderían: «Ve, nosotros somos bellas, porque somos reflejos visibles de la belleza infinita e invisible de nuestro Creador».
Pero, en un grado arriba está el hombre, que es la «única criatura en la tierra a la cual Dios amó por sí misma»[7] y la «única capaz de conocer y amar a su Creador».[8] Esto se debe a que en el hombre no encontramos solamente vestigios de Dios, sino también su «imagen y semejanza» (Gen 1, 26).
Con efecto, «aunque en todas las criaturas exista alguna semejanza de Dios, solo en la criatura racional se encuentra la semejanza de Dios como imagen».[9] Por causa de esto, si interrogásemos a los hombres, todos responderían: «Ve, nosotros somos bellos, y poseemos una belleza incomparablemente mayor a la de las criaturas irracionales por ser imágenes de la Suma Belleza. Sin embargo, esta belleza en nosotros es pasible de aumento o disminución, puesto que la imagen de Dios en el alma se posee como es conducida o pueda ser conducida a Dios [10]; o sea, nosotros somos bellos en la medida en que estemos en la gracia de Dios y en la medida en que nuestra conducta y nuestras acciones sean proporcionadas según el esplendor espiritual de nuestra razón».
Por el P. Rodrigo Solera Lacayo, EP
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[1] Sem. 241,2.
[2] Cf. S. Tomás de A. sent. 2, prol : «Aperta manu clave amoris creaturæ prodierunt».
[3] Confess. 4, 13, 20.
[4] I-II, q. 27, a. 1, ad 3.
[5] Cf. I, q. 39, a.8.
[6] II-II, q. 145, a. 2.
[7] Gaudium et Spes, 24,3.
[8] Gaudium et Spes, 12,4.
[9] I, q. 93, a. 6.
[10] Cf. I, q. 93, a. 8.
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