Redacción (Martes, 05-08-2014, Gaudium Press) «Daré paz a vuestra tierra, y vuestro sueño no será perturbado. Alejaré de la tierra los animales nocivos, y la espada no pasará por vuestra tierra.» (Lv 26,6).
Esa era la paz considerada como uno de los mayores dones ofrecidos por Dios al pueblo elegido, en el Antiguo Testamento, y lo que más era por él deseado. Conturbados por los temibles efectos del castigo que les cupo por el pecado original; no solo la muerte, privaciones y enfermedades, sino también el propio nomadismo les impedía poseer una existencia serena. La intranquilidad se les presentaba como un terrible tormento. Les faltaba, por tanto, ese elemento esencial constitutivo de la paz, o sea, la tranquilidad, pues, como define San Agustín: «La paz es la tranquilidad del orden» 1
Por eso anhelaban esta paz, obra exclusivamente divina a sus ojos, que les sería concedida como premio a su fidelidad: «¡Señor, proporcionadnos la paz! Pues vosotros nos has tratado según nuestro procedimiento» (Is 26,12).
El ideal del varón justo, amado por Dios, era el de hombre pacífico: «…aquellos que tienen consejos de paz, estarán en la alegría» (cf. Pr 12,20), y este recibiría como recompensa, la plenitud de esa paz: «Aquellos que confían en él tendrán inteligencia de la verdad, y los que son fieles a su amor, descansarán unidos a él; porque la gracia y la paz son para sus escogidos» (cf. Sb 3,9).
Ahora, habiendo el hombre roto con la justicia, la paz había desaparecido de la faz de la tierra y era preciso que alguien viniese a devolverla para que, finalmente, se realizase aquello de lo que hablara el rey profeta: «La misericordia y la fidelidad se encontraron juntas, la justicia y la paz se besaron» (Sl 84,11). El profeta Jeremías anteviera ese Liberador esperado, portador de la tan deseada paz mesiánica, aplicándole estas palabras: «Bien conozco los designios que mantengo con vosotros -oráculo del Señor-, designios de prosperidad y no de calamidad, de garantizaros un futuro y una esperanza.» (Jr 29,11).
Su nacimiento no fue cubierto de palomas y gloria, sino nació pobre, en una gruta en los alrededores de Belén.( cf Lc 2, 7) No era -como soñaban los judíos- la figura del Mesías dominador que venía a reventar las pesadas cadenas del yugo romano y exterminar a todos sus enemigos al filo de la espada. No. Fue un tierno niño que ocultó bajo las debilidades de la infancia, el poder de un Dios. Es verdaderamente el «Príncipe de la Paz», prometido por Isaías ( cf Is 9,6), que vino a traer a la tierra un océano de bien y de amor, capaz de transmitir la felicidad plena al universo entero y a mil mundos, caso existiesen. Los heraldos de su adviento no fueron otros que los ángeles del cielo, que transmitieron la buena nueva cantando un himno de paz: «Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14).
A lo largo de su vida pública, Jesús fue todo amor y misericordia y hacer el bien era su lema. Él no vino para condenar, sino para perdonar, para aliviar nuestra espalda de los fardos, y traer al mundo una economía de la gracia totalmente nueva. Sobre la ciudad de Jerusalén, Él lloró soltando esta pungente lamentación: «Si tú conocieses todavía lo que te puede traer la paz» (Lc 19,42). Llamó bienaventurados a los pacíficos (Mt 5,9) y ordenó a sus discípulos: «En toda casa en que entrares, decid primero: ¡Paz a esta casa!»(Jn, 10,5), para publicar la amnistía y la remisión general de todos los pecados.
Después de la última cena, antes de partir para el Padre, cuando se preparaba para derramar toda su Sangre como precio de nuestra Redención, dejó a los suyos un precioso legado que los sustentaría en medio de las tribulaciones que se aproximaban: «Os dejo la paz, os doy mi paz. No os la doy como el mundo la da. ¡No se perturbe vuestro corazón, ni se atemorice!» (Jn 14,27).
La tranquilidad y el equilibrio, que fueron arrebatados al hombre después del pecado, le fueron restituidos con aquel saludo: «La paz sea con vosotros» (Jn 20,19) empleada por Cristo, victorioso sobre la muerte, al aparecer milagrosamente en medio de sus discípulos.
Así, la paz entre Dios y los hombres fue maravillosamente establecida por la muerte y resurrección del propio hijo de Dios, el Verbo Eterno hecho carne, que se sometió, obediente a lo que el Padre, en su justicia, ordenó. Más tarde, San Pablo tornó pública esa pacificación diciendo: «Justificados, pues, por la fe tenemos la paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo.» (Rm 5,1).
La situación actual
Entretanto, recorriendo con los ojos el mundo de nuestros días, lo encontramos en el extremo opuesto de la paz. En el interior de los corazones penetró el tedio, la aprehensión, la angustia y la frustración, por no hablar del gusano roedor del orgullo y de la sensualidad. La institución de la familia se tornó una pieza de museo. Las naciones se debaten unas con las otras, sin llevar en consideración el derecho ajeno. En síntesis, no hay paz individual, ni familiar, ni mundial.
Una vez más en la historia, el pueblo anda en la oscuridad y yace en las tinieblas más pavorosas. La humanidad parece andar tanteando y se torna urgente la necesidad de una luz que la ilumine y guíe, cual nueva estrella de Belén.
La Reina de la Paz
Por esta razón, nuestros corazones se vuelven a la Reina de la Paz a fin de suplicar su poderosa intercesión para que el Divino Espíritu Santo, repitiendo el milagro de Pentecostés, vuelva a atear en todos los corazones el fuego de la caridad. Que Él haga nuevamente florecer la virtud en la tierra, para que los hombres busquen a Dios con toda el alma, orienten sus pasos en las pisadas de Aquel que se presentó como siendo «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6) y tomen como fuente de conocimiento y modelo a ser imitado a Aquel que dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29) Tendremos así, una sociedad impregnada de santidad, reflejo de la sublimidad de Dios. Una sociedad donde la fuerza y la conmiseración, la majestad y la bondad, la seriedad y la suavidad andarán juntas y se besarán. ¡Cuánta dulzura! ¡Cuánto orden! ¡Qué paz!
Se realizará al final aquella profecía de Isaías: «¡Ah! ¡Si hubieses sido atento a mis órdenes! Tu bienestar se asemejaría a un río, y tu felicidad a las olas del mar; tu posteridad sería como la arena, y tus descendientes, como los granos de arena; nada podría borrar ni abolir tu nombre de delante mío.» (Is 48,18-19). Y en el mundo reinará, como nunca antes, la paz de Cristo en el Reino de Cristo.
Por la Hna. María Lucilia Paula Morazzani Arráiz, EP
1SAN AGUSTÍN. Cidade de Deus.Trad. Oscar Paes Leme. 9ª ed. Editora São Francisco. Bragança Paulista, 2006. Parte II, p.403
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