Redacción (Miércoles, 06-08-2014, Gaudium Press) «Tiempo hubo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En esa época, la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. (…) Organizada así, la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innúmeros documentos que artificio alguno de los adversarios podrá corromper u obscurecer».
¿De qué época mítica nos habla el Santo Padre León XIII?
Sabemos todos que no es otra época sino la Edad Media, la que nos describe el Sumo Pontífice. Con efecto, cuántos no se maravillan hasta hoy, pasando por las calles de las históricas ciudades de Europa, deparándose a veces con una catedral, a veces con un palacio, a veces con algún otro monumento que evoca esta época de antaño, donde «la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil».
En general, en una civilización, las artes, arquitecturales, musicales, u otras, son las últimas a ser desarrolladas, las últimas a perfeccionarse a punto de reflejar el «alma» de esta civilización. Con efecto, cuando tenemos maravillas exteriores es porque el interior es muchísimo más rico que lo que se puede percibir materialmente.
León XIII hace referencia a la filosofía del Evangelio que gobernaba los Estados. ¿Ahora cuál es la filosofía del Evangelio sino lo que el propio Nuestro Señor vino a instruirnos: «Os doy un nuevo mandamiento: Amaos unos a otros. Como yo os he amado, así también os debéis amaros unos a otros. En esto todos conocerán que sois mis discípulos, si os amares unos a otros» (Jn 13, 34-35). En el fondo es esto lo que Cristo vino a enseñar a los hombres, que ellos se amasen como Él mismo nos ama. En esta época dominada por los preceptos del Evangelio, que nos habla el Santo Padre, ya bien temprano estas ideas eran inculcadas en los niños, incentivándolos, sobre todo, en la práctica del cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Se enseñaba a amar a Dios, y a los otros como Dios nos ama.
Es precisamente esto que queremos plasmar en estas líneas: cómo en la Edad Media -más específicamente en la Cristiandad Medieval Europea- la sociedad, imbuida de las doctrinas cristianas, buscaba seriamente practicar todos los mandamientos. Con todo, fue por el cuarto mandamiento que los medievales consiguieron constituir su civilización, enseñando el amor y la admiración a las autoridades y la jerarquía, teniendo siempre a Dios como fin último.
Dos reyes, dos opuestos, y un ejemplo
Cuando se habla de Edad Media, todos los historiadores son unánimes en admitir que su apogeo se dio en el siglo XIII, que una de sus más altas expresiones se verificó con la Hija Primogénita de la Iglesia, Francia, y aunque, personalizando toda esta época de auge y esplendor, está el gran monarca y santo: San Luis IX, Rey de Francia, el hombre medieval por excelencia.
Muy clara tenía este monarca la noción de la perfecta práctica del cuarto mandamiento. Este valiente guerrero de la fe sabía perfectamente bien prestar la debida y entusiástica reverencia a Dios, como principio de todas las cosas, adorándolo de modo especial, por la virtud de la religión. Sin embargo, siendo Soberano y llevando hasta el fin sus deberes con la patria y los demás, supo él prestarles el culto debido por la virtud de la piedad. Siendo todavía padre de toda una nación, supo él hacerse respetar y ser adorado, por lo que él representaba de Dios.
En la hora de su muerte, con la misma eximia perfección con que acostumbraba hacer todas las cosas, instruyó él a su hijo en un testamento imbuido de la práctica al cuarto mandamiento, o sea, de amor a Dios, sin, con todo, olvidarse de los consejos prácticos que un padre – mayormente un rey- debe dar a su hijo y sucesor:
Hijo dilecto, comienzo por querer enseñarte a amar al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas las fuerzas; pues sin esto no hay salvación.
Hijo, debes evitar todo cuanto sabes desagrada a Dios, es decir, todo pecado mortal, de tal forma que prefieras ser atormentado por toda suerte de martirios a cometer un pecado mortal.
Además si el Señor permite que te advenga alguna tribulación, debes soportarla con serenidad y acción de gracias. Considera que tal cosa sucede en tu provecho y que tal vez la hayas merecido. Además de eso, si el Señor te concede la prosperidad, tienes que agradecerle humildemente, tomando cuidado para que en esta circunstancia no te tornes peor, por vanagloria u otro modo cualquiera, porque no debes ir contra Dios u ofenderlo valiéndote de tus dones.
Por el P. Michel Six, EP
(Mañana: Continuación de los consejos de San Luis – El arrepentimiento de Felipe el Bello)
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