viernes, 22 de noviembre de 2024
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¿Cuál es el verdadero eje de la Historia?

Redacción (Viernes, 08-08-2014, Gaudium Press) Situar la Historia de la Iglesia dentro de la Historia universal o, mejor diciendo, la Historia profana en la Historia de la Salvación, me parece ser el principal deber de un auténtico historiador cristiano. De hecho, esta concierne a todos los hombres, pertenecientes o no a la Iglesia; además de eso, es, al final de cuentas, Historia.

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San Juan Bosco con Santo Domingo Savio
Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, Roma

Entretanto, se verifica desde algunos siglos -creo no equivocarme al situar a fines de la Edad Media el inicio de ese proceso- una gradual disociación entre la Historia de la Iglesia y la Historia universal. Así, abundan los manuales de esta última en los cuales son raras las referencias al papel de la Esposa Mística de Cristo en los acontecimientos. Y muchos la mencionan apenas para tejer acerbas críticas a la actuación de ciertos eclesiásticos o difundir contra ella calumnias emanadas del espíritu laicista y anticristiano de sus autores.

El silencio de muchos historiadores

Un ejemplo de esa separación entre ambas disciplinas históricas se hace notar en la ausencia de menciones a muchos santos que con su actuación provocaron cambios determinantes en la sociedad de su época.

Tomemos al azar el caso del gran San Juan Bosco: pocos manuales de Historia laicistas lo mencionan; entretanto, el trabajo por él realizado a favor de sus queridos ‘birichini’ representó una radical innovación en la forma de tratar a la juventud abandonada, con repercusiones no pequeñas en el campo social. Consideremos también la transformación operada por San Camilo de Lelis y sus discípulos, a fines del siglo XVI, en el modo de concebir y organizar los hospitales, con todos los beneficios de ahí recurrentes para la humanidad.

Podríamos agregar casos como el de Isabel la Católica y su empeño en proteger y evangelizar a los indígenas del Nuevo Mundo, enfrentando la ganancia de muchos conquistadores. Se puede preguntar – sin la promulgación de sus famosas Leyes de Indias- América Latina sería hoy la región más católica del mundo y si habría sido posible alcanzar el grado de integración étnica tan característico de nuestro Continente.
Para ciertos historiadores, infelizmente, ejemplos como estos no merecen siquiera ser mencionados. Y cuando incluyen uno u otro en sus manuales, le atribuye una importancia mucho menor de la que tuvieron de hecho en el flujo general de los acontecimientos.

Una religión esencialmente histórica

Por otro lado, es preciso reconocer el importantísimo aporte de los cronistas cristianos a la historiografía de sus respectivas sociedades; sin duda, ellos realizaron un trabajo pionero e insubstituible.

Nada de raro en esta constatación, pues el Cristianismo es una religión esencialmente histórica. El depósito de la Revelación, plenamente consumada en Jesucristo, se transmite y se explicita en el transcurso de los siglos. Y para eso son necesarios testigos que hagan llegar con fidelidad a las generaciones posteriores el mensaje de la Salvación. Los Evangelistas -como también, ‘mutatis mutandis’, los autores veterotestamentarios- tienen consciencia de la importancia de aquello que transmiten. Es este el motivo de ellos indicar con escrupulosa precisión ciertos detalles de los acontecimientos relatados.

Hasta el nacimiento del Divino Salvador, la religión judaica se alimentó de las crónicas que narraban las gestas de los patriarcas, gobernó su vida por las máximas y preceptos de los profetas y rezó repitiendo los Salmos inspirados por el Espíritu Santo a David, como, se diga de paso, continuamos haciendo hoy día a día, en la Santa Misa y en la Liturgia de las Horas.

Al margen de los Evangelios, no faltaron en la época de los primeros cristianos crónicas y relatos que proporcionaron a los historiadores de siglos posteriores documentación sobre las formas de vida, los ritos y la cultura, así como sobre las relaciones religiosas, políticas, sociales y económicas de aquellos tiempos.

Fe en un Dios personal y providente

Las crónicas cristianas -excelentes fuentes para seguir los caminos de la Historia humana- no se distinguían, en su forma, de las paganas, pero reflejaban como fondo de cuadro una visión universal de la Historia. Podríamos decir que buscaban descubrir en la vorágine de los acontecimientos los trazos concretos del designio de Dios sobre la humanidad, delineados en las Sagradas Escrituras.

Ejemplo de eso es Teófilo de Antioquía que, en el Libro III de Ad Autolicum, escrito después del año 180, esboza una cronología de la Historia del mundo, desde la Creación hasta la muerte del emperador Marco Aurelio. Algunas décadas después, Sexto Julio Africano redacta los cinco libros en los cuales compara los acontecimientos bíblicos con la Historia cristiana, griega y del pueblo judío. A inicios del siglo IV, nos deparamos con la Historia Eclesiástica, de Eusebio de Cesareia, que toma en consideración la forma por la cual diversos pueblos computan el transcurso del tiempo y menciona los hechos de la Historia universal dispuestos en esquemas sinópticos.

O sea, los historiadores cristianos de los primeros tiempos tenían esa visión universal que armonizaba los eventos religiosos y los meramente humanos. Su forma de entender los hechos históricos presupone la fe en Dios, en un Dios personal y providente que creó todas las cosas y las sustenta, las gobierna y dirige los acontecimientos humanos.

Por el P. Juan Carlos Casté, EP

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