Redacción (Lunes, 18-08-2014, Gaudium Press) Woodstock fue una de esas tantas explosiones de inconformidad y rebeldía que comenzaron en las décadas del 40 y 50 y siguieron su curso por las del 60 y 70 hasta diversificarse en festivales de rock hoy dispersos por muchas ciudades del mundo, algunos con trágicos resultados como en Bélgica o Indiana. Conciertos musicales estridentes, que al parecer tienen más sentido económico y a veces político que realmente artístico.
Inconformidad juvenil siempre ha existido en la humanidad: motor de grandes exploraciones, descubrimientos geográficos y conquistas, aventuras épicas con resultados heroicos y monumentos literarios a la intrepidez y a la osadía. Cada Era le ha dado respuesta a ese impulso de la juventud por quemar energías y satisfacer la curiosidad aguerrida de esa edad inolvidable de la que Paul Claudel decía ser hecha más para el heroísmo que para el placer, edad que impulsó las expansiones de los imperios de la antigüedad, las navegaciones por mares desconocidos, las expediciones por tierra acompañadas por la experiencia de conocer costumbres, ritos, leyendas de otros pueblos y lugares del planeta y, en este siglo XXI tan desconcertado, edad para la exploración del espacio sideral y las mayores profundidades del océano que serían parte del reto para la juventud contemporánea. Esto para no hablar de la sacra aventura que significaría misionar el Evangelio de Cristo en tierras inhóspitas y lejanas.
Santa Juana de Arco ya a los 17 años comandaba los ejércitos franceses en lucha contra los ingleses – Monumento a Santa Juana en el Hotel Regina, París |
Pero Woodstock y su medio millón de jóvenes en un supuesto encuentro de tres días de paz, música y amor, fue una cosa bien diferente. Una experiencia psicológica que no espiritual, una búsqueda de algo más allá que la vida alveolada en el panal no muy dulce del ‘establishment’ con su proyecto de vida de horizontes cortos, de la carrera profesional rentable, del hiper-consumismo del supermercado y las vacaciones programadas anuales, frecuentemente mustias y poco re-creativas. Fueron a Woodstock a evadirse de una realidad monótona y encontraron el mundo psicodélico del LSD y los psicotrópicos duros sumergidos en música pesada, estridente y repetitiva, lo que disparó el consumo de la droga y negocios conexos de las décadas siguientes. ¡Quién lo iba a pensar!
Con este festival que hoy circula en un documental histórico -y que este mes y año cumple más de 40 de realizado- saltó por los aires el sentido de familia y comenzó en el mundo el estilo de vida tribal de los tatuajes, el nomadismo sin meta, los saltimbanquis de los semáforos, los ‘piercings’, el consumo de droga e indumentarias informales, y paupérrimas. Pero eso quizá realmente no fue lo más grave y doloroso para esta nuestra generación hoy sesentona que llevó en el centro del pecho todo el impacto de una era en la que se perdió el rumbo.
Lo triste, lo punzante, fue haber sacrificado el espíritu de epopeya que venía en el código genético de la juventud de muchos, sin el cual se corre el riesgo de que ya no habrá más osadías y nobles atrevimientos para encaminar el mundo y las nuevas generaciones a la conquista del universo, como lo quería Dios a partir del Paraíso terrenal, cuando hizo al hombre rey y partícipe de su poderosísima divina gracia que nos puede llevar muy lejos.
Woodstock y el festival de la isla Wigth parecieron llevarse con el viento la vitalidad y las energías de varias generaciones pero no la esperanza de los hombres que todavía tienen fe. Algo hoy día en el ambiente nos habla de un renacer auténtico de la espiritualidad, en la fina punta de la cual estará sin duda la cristiandad. (1)
Por Antonio Borda
(1) «Luz del Mundo», Benedicto XVI,2010. Ed. Herder.
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