Redacción (Miércoles, 27-08-2014, Gaudium Press) El amanecer en nuestra ciudadelita de la costa mediterránea española era en aquella mañana distinto de los demás. Todos los habitantes lo sabían… Nosotros, aún niños, nos despertáramos curiosos y abriéramos la ventana del cuarto que descortinaba el bello panorama marítimo, luego nos deparamos con el Astro Rey. Solemne y majestuoso, él deslizaba sus rayos entre los ramajes de las palmeras para proyectarse sobre la inmensidad de las aguas, tornándolas a veces róseas, a veces doradas, por las tonalidades de la aurora. Sí, algo diferente rondaba en el aire, rompiendo la acostumbrada monotonía. Una alegría saltante unida a cierto bienestar sereno se hacía sentir en los corazones, porque era día de Corpus Christi, tan solemnemente conmemorado junto al Mar Mediterráneo.
A medida que la ciudad despertaba, comenzaban también los preparativos para la procesión. Los niños corríamos de un lado para otro, buscando las más variadas flores, mientras las señoras se preocupaban en colgar alfombras en las ventanas y balcones de sus respectivas casas, y en cubrir con hojas de murta y pétalos de rosa las calles principales. Los hombres, juntamente con el padre Manuel, nuestro párroco, preparaban los lugares donde serían erigidos pequeños altares en los cuales el Santísimo Sacramento habría de «descansar» a lo largo del recorrido. El ambiente era de fiesta y de sincera religiosidad, y todos los habitantes nos reuníamos en función de un mismo objetivo: tornar la ceremonia lo más bella posible.
Uno, sin embargo -ya bien conocido de todos-, no tenía las mismas disposiciones: Vicente, el pescador. Apareció él en medio de los preparativos, sombrío y malhumorado:
– ¡Buen día, señor Vicente! ¿Llegó tarde, oyó? – le dijo una señora, con ironía – ¿Qué le ocurrió? ¿Perdió la hora? ¡Venga a ayudarnos!
– ¿Ayudar? Mira aquí, yo ya tengo mucho trabajo – respondió él, rezongando – ¡Ya sabes que no soy de esas cosas! Estoy saliendo para pescar… – ¿Pescar? ¡Es lo que usted hace todos los días! – le retrucaba otra – ¡Hoy es una ocasión especial!
– ¡Yo ya dije que voy a pescar! – continuaba él, arrastrando las redes que cargaba en el hombro – ¡El mar hoy promete mucho! No voy a perder esta oportunidad…
Vicente no era fácil de convencer… Recuerdo que todos nos miramos, meneando las cabezas.
– Deja, Amparo. Él nunca va a la iglesia. No será hoy que cambiará de idea.
– ¡Pues tengo fe en que acabará por hacerlo!
– ¡Amén! – respondemos todos.
– ¡Que Dios te oiga, María! – concluyó el padre Manuel. Y continuamos los preparativos.
La Misa sería a las tres de la tarde, seguida de la solemne procesión. A las dos y media todos estaban puestos, incluso la banda, que aprovechaba los últimos minutos para terminar de afinar sus instrumentos. Con el repicar de las campanas de la torre de la iglesia se inició la celebración. ¡Qué paz, qué bendición y qué alegría reinaban entonces! ¡Todavía hoy me acuerdo de todo como si hubiese ocurrido ayer!
Entretanto, lo más impresionante fue lo que pasó luego… En el momento exacto en que el Divino Salvador cruzaba los umbrales del templo, escondido bajo las Sagradas Especies y conducido por el padre Manuel en un bellísimo ostensorio, volvía Vicente de sus aventuras en altamar. La atmósfera seria producida por el insigne acto de piedad arañó la pobre alma ácida y fría del pescador. Dirigiéndose al Santísimo, tuvo él el infame atrevimiento de decir:
– ¿Dónde ya se vio? ¿Tú no puedes andar solo? ¡¿Con la edad que tienes y todavía precisas ser cargado en los brazos?!
¡Tamaña insolencia no podía quedar impune! En aquel instante, la respuesta del Señor Omnipotente se hizo visible a los ojos de todos: una de las piernas del blasfemador se infectó, viéndose dos hombres obligados a salir de la procesión para socorrerlo, pues no podía más mantenerse de pie.
¡Dios era llevado por el sacerdote por amor, y él – en la flor de la juventud y del vigor de su salud – era transportado en una maca, para su humillación! Con urgencia tuvieron que amputarle el miembro arriba de la rodilla, para evitar una gangrena mortal; pero, por más que cortasen, esta no paraba de subir y subir, hasta que se tornó imposible detener su marcha fatal…
La lección había sido severa, todavía justa y, sobre todo, eficaz. El mismo Jesús que siglos antes «pasó haciendo el bien» (At 10, 38), devolviendo la vista a los ciegos y la agilidad a los paralíticos, perdonando los pecados y transformando los corazones más empedernidos, supo también restaurar la salud espiritual de nuestro Vicente, sacándole la vitalidad del cuerpo.
¡Cuando, pocos días más tarde, el padre Manuel me invitó para acompañarlo a llevar el viático al enfermo, me deparé con la fisionomía conocida del pescador cuán cambiada! Aunque sus ojos ardiesen por la fiebre y el malestar, mucho más le abrasaba el corazón de verdadero arrepentimiento por el horrible pecado cometido. ¡Qué descomunal diferencia! Aquel hombre arrogante e incrédulo había aprendido, por el sufrimiento, a rezar y dirigirse a Dios.
Cómo me gustaría poder mostrar a todos los pecadores del mundo, hasta a los más endurecidos, esta conmovedora escena que quedó tan claramente gravada en mi interior… ¡Su último adiós para esta vida todavía fue un acto de agradecimiento a Jesús-Hostia que, en un milagro de infinito amor, lo salvara de las llamas de la condenación, abriéndole las puertas de la bienaventuranza eterna!
Por: Hermana Lucía Ordóñez Cebolla, EP
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