sábado, 23 de noviembre de 2024
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El Secreto de la Vida

Redacción (Jueves, 11-09-214, Gaudium Press) Que la vida es «un valle de lágrimas» no cabe la menor duda, y es algo evidente con solo recorrer las variadas historias de los caminos de los hombres. ¿Pero es ella solo y exclusivamente una estrada de dolor que concluye con la penosa muerte?

En el Plan original de Dios no había dolor.

Los hombres serían creados con una naturaleza perfecta, sin desorden ninguno, y además en gracia; después de una práctica virtuosa y tras haber alcanzado un grado determinado de santidad, volarían directo al Reino Celestial, donde la gracia se trasformaría en visión Beatífica y goce fruitivo de Dios, felicidad total. Sin embargo, vino el pecado original -del cual somos lamentablemente herederos- que trastocó los planes primitivos del Creador, y aquí estamos, en este verdadero sendero de lágrimas, camino de sufrientes. Quien no quiera aceptar el dolor en sus vidas, aquel que solo busque huirle, ¡ahh… pobre desdichado! El dolor irá tras de él con saña, vivirá más cerca que su sombra, estará más presente en él que el núcleo de sus células, que la savia de sus huesos. Y una vez más nos preguntamos: ¿la vida es solo un camino de dolor?

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Foto: Scott y Elaine van der Chijs

Nos parece que la respuesta -en sus variados y complejos matices- comienza a dibujarse cuando entendemos que el pecado original no cambió completamente el Plan de Dios para los hombres: esta vida en su esencia no puede ser otra cosa que un camino al Cielo. El hombre sigue conservando el innato y poderosísimo deseo de la felicidad celestial, una que sea completa, total, lo que no es otra cosa que el deseo de Dios, Bien perfecto, Total, enteramente satisfaciente.

El Renacimiento se vanaglorió de abandonar esa ‘absurda’ actitud medieval, de tener el corazón siempre enfocado en la Patria futura: en lugar de soñar con un cielo distante, los renacentistas serían más «prácticos» y construirían el cielo aquí, en este mundo. – ¿El cielo, ese de la Biblia? – Sí… tal vez… pero por ahora pensemos más en la tierra, que es donde estamos.

Por desgracia, ese anhelo renacentista de un cielo-terráqueo -deseo que fue heredado y requintado por los siglos posteriores- iba acompañado de un rechazo creciente a cualquier sufrimiento (es claro, en el cielo no cabe sufrir), y de una expulsión gradual de la presencia de Dios y de su gracia en los corazones. Finalmente -y hoy casi que con Dios ausente en las culturas, en la vida social- esta tierra se trasforma en una antesala del infierno. A los dolores inherentes a la vida, se suman en la actualidad los horrores propios a una sociedad sin Dios. Es que el buscar meramente el placer torna egoísta al hombre. Y el hombre egoísta-individualista por definición destroza las sociedades y a quienes las componen; hace un harakiri.

Lo anteriormente dicho parecería confirmar que la vida del hombre es sólo sufrimiento: Si se reconoce la inevitabilidad del sufrimiento, pues se sufre y punto. Y si no se reconoce, también se sufre, y además se termina creando el horror que acrecienta el sufrimiento.

Un niño inocente, un santo

Entretanto, cuando se observa el rostro de un niño inocente, casi que no se percibe el sufrimiento. Él parece vivir en la felicidad del cielo… Igual, el que haya podido contemplar a un santo en reposo, en contemplación o en oración podría sentir algo similar: «él no sufre, está ya en el cielo», y no estaría mintiendo, pues el virtuoso posee en sí la felicidad de quien ha vivido su vida como un camino al cielo. En ellos -en el inocente y más en el santo- está el secreto del cielo-en-la-tierra, lo que hemos llamado el Secreto de la Vida. Dos palabras acerca de esto.

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Representación de San Francisco, en Asís

El niño inocente tiene la alegría y felicidad de quien está en continuo contacto con Dios, a través de su reflejo en los seres creados. Muchas cosas le hablan de esa Felicidad Absoluta que es realmente una Persona, particularmente las cosas más bellas. Él las ‘arquetipiza’, es decir, las embellece en su espíritu. El árbol de Navidad con sus bolas de brillantes colores y borlas de fina seda, es un objeto que se escapó del paraíso y que al paraíso quiere regresar, llevándolo a él. Si al infante de candor sus padres lo llevan un día feliz a visitar un castillo, como el de Chambord, o Chenonceaux, o Cheverny… será un recuerdo feliz que puede perdurar toda una vida.

Entretanto, en determinado momento llega al niño inocente el indefectible dolor, bajo el ropaje de las malas tendencias del pecado original, y ahí comienza la lucha, terrible, en la cual muchos ven agonizar su alegría paradisiaca, muchos sucumben ahogados en el fango del egoísmo, en el lodazal de lo sórdido… pero no los santos.

Los santos también sintieron surgir en sí y en torno de sí la cobra del infierno, con toda su fealdad y todo su veneno; tal vez en no pocos momentos creyeron desfallecer, o hasta cayeron. Pero imploraron, rogaron, buscaron ese nexo con Dios que el Renacimiento quiso romper, sabían que si eran derrotados perderían la deliciosa felicidad de cristal en la que angelicalmente vivían, alegría que no era algo diferente que la manifestación de Dios en su mundo dorado, y a esas almas humildes, a veces tal vez pecadoras, pero sobre todo generosas, desinteresadas y admirativas, Dios las auxilió. No les ahorró el sufrimiento, pero las fortaleció para la lucha, las consoló, les dio a conocer su doctrina, les dio a beber de sus sacramentos, y de tanto en vez les obsequiaba felicidades especialísimas de esas que se vivirán en el cielo. Y los santos triunfaron.

En el camino hacia el cielo, los santos no perdieron su alma de niños, ni su mundo dorado de la infancia. Los santos en torno de sí iban también creando el cielo; a su alrededor quienes estaban se daban cuenta que el cielo era posible, sentían anticipadamente el cielo. Un San Juan Bosco atendiendo un niño mostraba como Dios Padre nos tratará en el cielo. Un San Francisco mimando, contemplando y predicando sobre la hermana oveja, no era más que un niño santo que a través de ese cándido animal abría para sí y para los demás las puertas del reino celestial.

Por Saúl Castiblanco

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