Redacción (Martes, 16-09-2014, Gaudium Press) Creo en la «Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica». Es ésta una de las más bellas profesiones de fe existentes en todo el Credo, pues vemos realizada en ella un designio querido por el propio Padre Celeste, como afirma su Hijo bien amado: «Yo te glorifiqué en la tierra. Terminé la obra que me diste para hacer» (Jn 17, 4).
Entretanto, ¿cómo a esta Divina Institución que abarca todo el orbe terrestre, o sea es católica, osamos delimitarla apenas al ámbito romano?
Se prepara una linda fiesta de aniversario e invitan varios conocidos para conmemorar y participar de la misma alegría. En cierto momento, se constata una realidad: ¡está faltando un pariente muy amado! ¿Cuál es el padre o madre de familia que no le gustaría que todos sus hijos estuviesen consigo en su aniversario? Que alguno de sus hijos no le diesen importancia alguna o, hasta incluso, ni le comunicasen el porqué de la ausencia. ¡Sería una falta imperdonable, si el pedido de perdón no viniese acompañado con un regalo innegable!
De todos los padres creados por Dios, ninguno se compara al Padre Increado. Pues ellos son apenas desdoblamientos de las cualidades paternas existentes en el propio Dios, o, también, de las afectuosidades maternas. Es por eso que Él quiere que todos nosotros estemos unidos bajo su protección y benignidad, «participantes de la misma esperanza, reservada para nosotros como herencia» (cf. Ef 1, 18).
De este modo, «el Padre de todas las consolaciones» (Cor 1, 3) nos dio, por medio de su Hijo, el medio más eficaz de gozar de su alegría y alcanzar la eterna salvación: la Santa Iglesia Católica. Pues, como afirma San Pablo: «Ruego al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé un espíritu de sabiduría que os revele el conocimiento de él; que ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis a que esperanza fuisteis llamados, cuán rica y gloriosa es la herencia que él reserva a los santos, y cuál la suprema grandeza de su poder para con nosotros, que abrazamos la fe. Es el mismo poder extraordinario que él manifestó en la persona de Cristo, resucitándolo de los muertos y haciéndolo sentar a su derecha en el cielo, arriba de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo nombre que pueda haber en este mundo como en el futuro. Y sujetó a sus pies todas las cosas, y lo constituyó jefe supremo de la Iglesia, que es su cuerpo, el receptáculo de aquel que llena todas las cosas bajo todos los aspectos» (Ef 1, 17-23).
Entretanto, ¿qué viene a ser la palabra Iglesia? A este respecto, nos aclara S. Tomás de Aquino: «importa saber que la palabra Iglesia significa congregación. Santa Iglesia es lo mismo que congregación de los fieles. Cada cristiano es miembro de esa Iglesia, de la cual fue dicho: ‘aproximaos a mí, oh ignorantes, y congregaos en la casa de la instrucción.’ (Eclo 51, 31)»[1] ¿Y quién es que nos instruye? Es el propio Nuestro Señor Jesucristo: «Él es nuestro Dios; nosotros somos el pueblo del cual él es el pastor» (Sl 94, 7); y de sí mismo, afirma: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor expone su vida por las ovejas.» (Jn 10, 11)
La Santa Iglesia, con efecto, es la obra prima del Verbo de Dios, el cual afirmó a sus discípulos: «edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18), declarando, con eso, ser ella obra apenas suya, no compitiendo a ningún otro, dado que hasta las bases de ella son de su propia exclusividad, como afirma San Pablo: «cuanto al fundamento, nadie puede poner otro diverso de aquel que ya fue puesto: Jesucristo» (I Cor 3, 11). Y en otro lugar: «ya no sois huéspedes ni peregrinos, sino sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, teniendo por piedra angular el propio Cristo Jesús. Es en él que todo edificio, armónicamente dispuesto, se levanta hasta formar un templo santo en el Señor». (Ef 2, 19-21)
Si nuestros progenitores humanos desean que sus hijos no estén excluidos de su herencia, participen de la misma felicidad, reunidos bajo el mismo vínculo de la caridad, por otro lado, y con mucho más razón, «Dios quiere la realización de su plan salvífico y redentor, en su querer benevolente de reunir a todos sus hijos que estaban dispersos» (cf. Ef 1, 8-9).
Que grandeza insondable es esta de ser llamados de hijos de Dios, como exclama San Juan: «ved que gran regalo de amor el Padre nos dio, de ser llamados hijos de Dios, y nosotros lo somos» (I Jo 3, 1). Pues hacemos parte de la Iglesia de Cristo, y por eso, podemos decir con toda la seguridad y ufanía: somos hijos de esta Santa Iglesia, estamos insertados en la familia de Cristo, «porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 30); esparcidos por todos los cuatro rincones de la Tierra: «vuestra fe fue anunciada por todas partes» (Rm. 1, 8); poseedores de la herencia apostólica: «Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (DH 994); y auténticamente romanos.
Pero como así ¿romanos? ¿Cuál el significado de esto y su importancia? ¿por qué hoy nosotros lo decimos, si esta afirmación no consta en el credo?
¡Es verdad! Sin embargo, a esta pregunta responderemos con otra: Nuestro Señor Jesucristo ascendió a los cielos, mientras que la misión de la Iglesia permanecerá hasta el fin del mundo… ¿quién, entonces, gobernará la Barca de Cristo en su ausencia?
En el Evangelio de San Lucas encontramos el siguiente episodio de la vida de Cristo: «Estando Jesús un día al margen del lago de Genesareth, el pueblo se comprimía alrededor de él para oír la palabra de Dios. Viendo dos barcas estacionadas a orillas del lago -pues los pescadores habían descendido de ellas para arreglar las redes- subió a una de las barcas que era de Simón y le pidió que la alejase un poco de la tierra; y sentado, enseñaba desde la barca al pueblo» (Lc 5, 1-3). En este pasaje vemos como el Divino Maestro prefirió la barca de Pedro, simbolizando que guiaría la Iglesia a través de su Apóstol. Y esta convicción estaba patente en sus sucesores como veremos ahora. «Pues – como afirma San Ignacio de Antioquia – a todo aquel que el dueño de la casa envía para administrarla, es preciso que lo recibamos como si fuese aquel que lo envió. Está claro, por tanto, que debemos mirar al obispo como propio Señor.» [2]
San Ignacio de Antioquia, en sus siete cartas, insiste mucho en que, más que a los otros, debemos primero obedecer al obispo, pues fue a él que Dios designó como nuestro guía:
«Conviene caminar de acuerdo con el pensamiento de vuestro obispo, como ya hacéis. Vuestro presbítero, de buena reputación y digno de Dios, está unido al obispo, así como las cuerdas a la cítara. Por eso, en el acuerdo de vuestros sentimientos y en la armonía de vuestro amor, vos podéis cantar a Jesucristo. A partir de cada uno, que os tornéis un solo coro, a fin de que, en la armonía de vuestro acuerdo, tomando en la unidad el tono de Dios, cantéis a una sola voz, por medio de Jesucristo, un himno al Padre, para que él os escuche y os reconozca por vuestras buenas obras, como miembros de su Hijo. Es provechoso, por tanto, que estéis en unidad inseparable, a fin de siempre participar de Dios. De hecho, si en poco tiempo contraéis con vuestro obispo tanta familiaridad que no es humana sino espiritual, tanto más yo os felicito por estar unidos a él, así como la Iglesia está unida con Jesucristo, y Jesucristo con el Padre, a fin de que todas las cosas estén de acuerdo en la unidad. Que nadie se engañe: quien no está junto al altar está privado del pan de Dios.»[3]
Por Matheus Costa Agra
(Mañana – La comunión en la Iglesia – La primacía de Roma)
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[1] TOMÁS DE AQUINO. Exposição sobre o credo. Trad. Armindo Trevisan. 2. ed. Petrópolis: Vozes, 2006. pág. 87.
[2] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Epístola a los efésios. 6, 1. In: S. Ch. 10 bis. p. 63.
[3] IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Epístola a los efésios. 4, 1-2; 5, 1.In: S. Ch. 10 bis. p. 61.
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