Redacción (Miércoles, 24-09-2014, Gaudium Press) «Ave María purísima!» – En España son éstas las primeras palabras que desde hace siglos escucha el fiel cuando se arrodilla en el confesionario.
«¡Sin pecado concebida!» – responde el sacerdote.
¿Estas cortas frases son acaso un saludo piadoso y nada más? No. Poseen un significado más profundo. Con seguridad, eran una señal con la que el penitente tanteaba la opinión del confesor: si éste proclamaba su fe en que la Madre de Dios fue concebida libre de toda mancha de pecado, era de confianza; de lo contrario, no lo era. Como más adelante se verá, este punto era muy importante en la Península Ibérica.
Desde el Apóstol san Andrés
La Virgen María fue engendrada sin la menor mancha de pecado original. A lo largo de todos los siglos, las páginas de la Historia registran testimonios de numerosos santos, doctores y teólogos en defensa de esta verdad de fe.
El primero es san Andrés. Frente al procónsul Egeo afirmó con autoridad de Apóstol del Señor: «Y porque el primer hombre fue formado de una tierra inmaculada, era necesario que el Hombre perfecto naciera de una virgen igualmente inmaculada».
A comienzos del siglo III, san Hipólito, mártir y obispo de Porto, escribía: «Cuando el Salvador del mundo decidió rescatar el género humano, nació de la inmaculada Virgen María».
Y san Agustín, en los siglos IV-V, se expresa como una llamarada: «¿Quién podrá decir: yo nací sin pecado?¿Quién podrá gloriarse de ser puro de toda iniquidad, sino (…) la santa e inmaculada Madre de Dios, preservada de toda corrupción y de toda mancha de pecado?»
No menos ardorosos son los santos posteriores, desde san Vicente Ferrer hasta san Alfonso de Ligorio, quien hizo el juramento solemne de dar su propia vida para defender el privilegio de la Inmaculada Concepción.
Esta prerrogativa de la Virgen comenzó a ser conmemorada desde muy temprano en los actos litúrgicos de la Santa Iglesia. Hay indicios que desde principios del siglo V se celebraba en el Patriarcado de Jerusalén la fiesta de la Concepción de María. El Concilio de Letrán (año 649) y el de Constantinopla (año 680) dan un prueba elocuente de que la devoción a la Virgen concebida sin pecado era común en la Cristiandad del séptimo siglo.
Acalorada disputa
Sin embargo, lejos de ser una verdad pacífica, el asunto suscitaba a veces encendidas discusiones, lo cual es comprensible en la Santa Iglesia cuando un tema doctrinal todavía no es objeto del pronunciamiento infalible del Sucesor de Pedro. En ambas partes de la contienda se distinguían santos insignes y teólogos eminentes. Basta decir que grandes lumbreras del Cristianismo como san Bernardo y santo Tomás de Aquino ponían en duda la tesis de la Concepción Inmaculada, pareciéndoles insuficientes los argumentos en su favor.
La oposición a ese singular privilegio de María tuvo dos benéficas consecuencias: un incremento notable del ardor mariano, y una profundización de los estudios teológicos en torno al controversial asunto.
Progreso lento pero incesante
El número de ciudades, países e instituciones universitarias, civiles y religiosas que celebraban oficialmente la fiesta de la Inmaculada creció tanto, que en 1477 el Papa Sixto IV le dio aprobación oficial y la enriqueció con indulgencias semejantes a la fiesta del Santísimo Sacramento. Cinco décadas más tarde, el Concilio de Trento refrendó las decisiones de Sixto IV.
Hacia aquella época, las filas de los defensores de la Inmaculada Concepción se vieron reforzadas por los teólogos de la recién fundada Compañía de Jesús. Cabe destacar que esta devoción fue establecida en Latinoamérica por los hijos de san Ignacio. En los primeros tiempos de su obra evangelizadora, construyeron capillas, ermitas e iglesias bajo la invocación de Nuestra Señora de la Concepción.
Sin definir todavía el dogma, el Papa san Pío V cohibió fuertemente la polé polémica en 1567 al condenar la tesis de un teólogo llamado Bayo, quien pretendía que la Virgen habría muerto como consecuencia del pecado original, heredado de Adán.
Medio siglo después, Paulo V fue aún más lejos cuando decretó que persona alguna se atreviera a enseñar públicamente que la Madre de Dios había sido manchada por el pecado original.
Una creciente oleada de entusiasmo
Resulta difícil para nosotros, habitantes del tercer milenio, imaginarnos siquiera hasta dónde esa polémica de cuño exclusivamente religioso fue capaz de estremecer al mundo cristiano entero a partir del siglo XIV. Más allá de los teólogos, también debatían reyes y magistrados, maestros y alumnos en las universidades, ricos burgueses y humildes plebeyos y campesinos; en fin, no había segmento de la sociedad que permaneciera neutral o indiferente.
Algunos ejemplos serán suficientes para ilustrar ese saludable ardor colectivo.
En 1497 y como condición para obtener el doctorado, la Universidad de París instituyó el juramento de defender para siempre que la Santísima Virgen fue concebida sin pecado. En poco tiempo fue imitada por las universidades de Colonia (Alemania) en 1499; Maguncia (Alemania) en 1501; y Valencia (España) en 1530.
En la entonces católica Inglaterra, las universidades de Oxford y Cambridge también conmemoraban la fiesta de la Inmaculada.
Aun así, los países que más sobresalieron fueron España y Portugal. Resulta difícil tratar de describir en el corto espacio de un artículo el contagioso entusiasmo de los católicos lusitanos e hispánicos -desde los reyes al más opaco «hombre de la calle»- en su empeño de proclamar que jamás ni una sola mancha de pecado tocó a la Bienaventurada Virgen María. Por ejemplo, era común descubrir sobre la puerta de ciertas casas españolas esta advertencia al visitante: «No trasponga este umbral / quien no jure por su vida / haber sido María concebida / sin pecado original.»
El juramento de Sevilla
El pueblo español se distingue por la facilidad con que lleva sus convicciones religiosas hasta las últimas consecuencias. No asombra, pues, que haya sido el país donde más declaraciones solemnes se hicieran en favor de la Inmaculada Concepción.
La descripción del solemne acto realizado en la ciudad de Sevilla, en 1617, pinta con vivos colores cómo eran los juramentos de personas individuales.
Relata un cronista de la época que al despuntar el alba del 8 de diciembre, el «viejo y santo Arzobispo» llegó a la iglesia ya repleta de fieles y dio comienzo a las celebraciones, que se prolongaron hasta las cuatro de la tarde. Danzas regionales apropiadas a la dignidad del acto fueron ejecutadas durante la procesión. En el recinto de la iglesia volaban pájaros con cintas atadas al cuello y donde estaba escrito: «Sin pecado original» .
Empezó la Misa al mediodía. Tras el sermón, «comenzó el juramento de tener y defender la opinión de que la Virgen Nuestra Señora fue concebida sin pecado original» .
El primero en hacerlo fue el Arzobispo. De pie y sin mitra, cantó la larga fórmula del voto. Enseguida, el ceremoniario le hizo la pregunta:
-¿Su Ilustrísima Señoría promete y jura por estos santos Evangelios de Dios que profesará y defenderá siempre esta opinión?
-Así lo prometo, así lo juro, así me obligo solemnemente, así me ayuden Dios y estos santos Evangelios.
Cuando extendió las manos sobre el misal, sonaron festivamente las campanillas, repicaron los carillones de la torre, tocaron los órganos, se hicieron oír los cantores, entraron bailando los conjuntos de danza. De todos los labios brotó la misma exclamación: ¡María concebida sin pecado original!
Después del Arzobispo prestaron juramento los demás eclesiásticos, los nobles guerreros, comenzando por el general Conde de Salvatierra, las autoridades civiles y, por fin, los fieles. «No quedó nadie sin jurar, y con esto la ceremonia sólo terminó a las cuatro de la tarde» , concluye el cronista.
Universidad de Salamanca
Ese ardor del pueblo fiel ejercía una saludable presión, por decirlo así, sobre las instituciones sociales, eclesiásticas y civiles para que hicieran análogo juramento: corporaciones de oficio, hermandades, monasterios, parroquias, cabildos, cámaras municipales, ciudades, las poderosas Órdenes Militares (Calatrava, Santiago, Alcántara y Montesa) y arriba de todos, los Reinos de Castilla y León.
Mención especial merecen las universidades de Sevilla, Granada, Alcalá, Santiago, Zaragoza, Toledo, Baeza, Valladolid, Barcelona, Salamanca, Oñate, Huesca, Osuna, Oviedo y Sigüenza.
La más importante de éstas era la de Salamanca, por su fama mundial y por el gran número de sus estudiantes, más de siete mil. Se hicieron célebres las fiestas promovidas por esa Universidad con motivo del acto de juramento. Así, al «rey de los poetas» de entonces, Lope de Vega, se le encargó una pieza teatral para ser representada aquel día.
En el curso de esta pieza ocurrió un caso » de los más significativos para conocer el entusiasmo que sentía por la Inmaculada el gran pueblo español del siglo XVII» , nos informa el cronista. Era costumbre de los estudiantes aclamar con vítores («¡vítor», es decir, «¡viva!») a sus compañeros cuando respondían con brillo a las preguntas de los examinadores o triunfaban en las disputas literarias. Conocedor de esto, el poeta hizo terminar el segundo acto de su obra con la siguiente exclamación:
«¡Vítor la Virgen, señores, concebida sin pecado!»
Mal terminó el actor de decir esto, todos los asistentes -príncipes, maestros, doctores, sacerdotes, damas ilustres, hombres rústicos y niños- saltaron como movidos por un resorte mágico y respondieron al unísono con atronadores vítores, que aumentaron en todos los corazones el ardiente amor a la Inmaculada Concepción.
Conquistó el Reino de Portugal
Portugal no se quedaba atrás en la materia. Durante el siglo XVII el culto a la Inmaculada conquistó el reino entero, inclusive los territorios coloniales.
En 1617, la famosa Universidad de Coimbra envió al Papa un mensaje afirmando su fe en la Concepción Inmaculada de María. En 1646, sus profesores prestaron el solemne juramento de defender este privilegio de la Madre de Jesús; a partir de entonces, los estudiantes quedaron obligados a prestarlo para poder graduarse. Dicho ejemplo fue imitado por docentes y alumnos de la Universidad de Évora.
Por decisión de la Cámara Municipal de Lisboa, en 1618 fueron colocadas en la puerta de la ciudad inscripciones grabadas en piedra, afirmando que la Virgen María fue concebida sin pecado.
Interpretando bien los anhelos de sus súbditos, en 1646 el Rey Don Juan IV proclamó a Nuestra Señora de la Concepción como patrona de sus Reinos y Señoríos. Ocho años más tarde, un nuevo decreto real ordenaba que «en todas las puertas y entradas de las ciudades, villas y lugares de sus Reinos» se colocara una lápida confirmando la fe del pueblo portugués en que la Santísima Virgen no fue manchada por el pecado original.
Antes, en el siglo XIV, el santo condestable Beato Nuno Álvares Pereira había hecho edificar en Viçosa la primera iglesia lusitana dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. A lo largo de los años le siguieron numerosas capillas y algunos magníficos templos, entre los cuales el Santuario de Sameiro, hoy en día un gran centro de peregrinación sólo superado por el de Fátima.
El punto final
Tomaba cuerpo el sentimiento universal, clamando una definición dogmática. No solamente hombres de Iglesia -Cardenales, Arzobispos, superiores de órdenes religiosas- sino también reyes y príncipes pidieron insistentemente a sucesivos Papas, a partir del siglo XVII, la proclamación del dogma.
En 1830, en una de las apariciones a santa Catalina Labouré, la Santísima Virgen le pidió hacer acuñar una medalla con la inscripción: «Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Era una manifestación del Cielo en apoyo a los ardorosos deseos del pueblo fiel en la tierra.
Le cupo al bienaventurado Pío IX la gloria de pronunciar la palabra definitiva, el 8 de diciembre de 1854:
«Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina de que la Bienaventurada Virgen María, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, es doctrina revelada por Dios, y por lo tanto debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles.»
Había hablado la voz infalible de la Verdad, y la cuestión estaba zanjada para siempre. No había necesidad alguna de más demostraciones.
Sin embargo, la Madre de Dios quiso poner punto final, Ella misma a esta pugna de 18 siglos. Respondiendo a los reiterados pedidos de santa Bernardita para que dijera quién era, en 1858 respondió en Lourdes: «Yo soy la Inmaculada Concepción» .
Un punto final de oro, más resplandeciente que el sol.
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