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La Leyenda y Lobsang Rampa

Redacción (Lunes, 29-09-2014, Gaudium Press) Sin ella los hombres no seríamos sino lo que somos. Ella es el aura que ennoblece y nos hace interesantes a los demás. Para entender bien la vida de alguien no basta sus datos biográficos escuetos y desnudos o su insulso «Curriculum vitae». Es necesaria su leyenda. La leyenda es un acto de caridad amorosa que practicamos unos con otros porque así Cristo nos lo mandó (Jn 13,34).

Santa Teresita, disertando sobre este trecho del Evangelio, dice que Nuestro Señor ya conocía las cualidades de sus apóstoles, sencillamente porque Él se las había dado. Y que su tierna invitación a amarnos unos a los otros aquella noche de la Última Cena, no es simplemente esforzarnos por valorar esas cualidades sino amarnos a pesar de nuestros defectos por más horribles e insoportables que nos sean: «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado» Y Él nos amó a pesar de nuestra mísera condición pecadora que hace que hasta «el justo peque siete veces al día» (Prov 24, 16).

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Santa Teresita decía que Nuestro Señor ya conocía las cualidades de sus apóstoles,

sencillamente porque Él se las había dado

Explorar la leyenda de una persona no es crearle una fábula o una ficción. Es ver el acto en potencia, el plan divino con ella, el llamado providencial que le fue hecho, un «más allá» de ella misma que está por realizarse algún día, sea aquí en parte de esta vida terrena o en la eternidad que nos espera. Una sociedad humana verdaderamente cristiana debe vivir así, de esa manera: viéndonos mutuamente nuestras propias leyendas o a la procura de ellas, que son la lectura sobrenatural de una realidad tristemente contaminada por el pecado que deterioró el «arquetipo de nosotros mismos». (1)

La leyenda nos sobrevive y supera, no nos mitifica como sucedía en la antigüedad pagana. Fue el Cristianismo el que santificó esa inclinación natural del hombre a captar la leyenda. Todo ser creado por Dios tiene su propia hermosa leyenda, y admirársela es un derecho humano que no figura en la famosa «Declaración Universal» de 1948. ¡Cuántas relaciones humanas se acaban dolorosamente cuando olvidamos la leyenda del otro! ¿Queremos una explicación de tanto fracaso matrimonial? Comencemos por averiguar en qué momento dejamos del ver el aura legendaria del conyugue.

Pero mantenernos sintonizados diariamente con la leyenda de los demás no es algo que se consiga a puro pulso y con estoicos esfuerzos humanos. Así, es sencillamente imposible. Sería inhumano exigirnos semejante esfuerzo más allá de nuestra debilitada naturaleza. Jesús también nos advirtió que sin Él nada podíamos (Jn 15,1-8). Es inútil y dramática pérdida de tiempo intentar vernos unos a los otros sin la misteriosa fuerza que Él nos promete si la sabemos pedir humildemente.

Para vernos el aura legendaria no se necesita tener el «Tercer Ojo» que proponía desarrollar en nosotros el enigmático inglés Lobsang Rampa (2) en los años 60, y con lo que él perturbó tanta gente de aquella década de frustradas expectativas, introduciendo hinduismo panteísta en la contestación juvenil: «Bástate mi gracia porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Cor 12,9). Ese renacer de la Cristiandad que esperamos, implicará el llegar a vernos con caridad fraterna, envueltos en el aura multicolor de nuestra propia leyenda con que Dios nos arropó desde el vientre materno.

Por Antonio Borda

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(1) Plinio Correa de Olveira. (Conferencia,Sao Paulo,1982).
(2) Pseudónimo del escritor Sir Cyril Henry Hoskin o Carl Kuon Suo (1910-1981).

 

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