Redacción (Martes, 30-09-2014, Gaudium Press) Con frecuencia la devoción a la Madre de Dios se instala ‘de verdad’ en un alma cuando esta pasa por una muy difícil situación, y al sentir su insuficiencia para superarla, percibe que sólo el canal dorado hacia la gracia de Dios llamado Virgen Madre será su fuerte y única tabla de salvación.
Es en esos momentos -en los que nuestro innato orgullo y autosuficiencia están como que en letargo, en «shock»- que al doblar las rodillas y juntar las manos en dirección a la Cuna Mística del Redentor comenzamos a experimentar casi sensiblemente su caricia materna, sentimos su mano de diamante y amatista tocar nuestros espíritus, al tiempo que su voz de terciopelo nos dice en el fondo del corazón: «Hijo mío, confíe en mí, entréguese a mí, yo arreglo su caso». Y Ella verdaderamente lo soluciona.
Pero antes hay una premisa, necesaria, insoslayable: un orgullo quebrado, un orgullo que se muestra fatuo, no fuerte sino mísero, un orgullo que ya se percibió como absurdo, hasta ridículo. Un orgullo aplastado, ese es el camino para una profunda devoción a la Madre de Dios.
Ocurre que si el hombre reconoce su flaqueza y se entrega en manos de esta Reina, se establece ahí una alianza ‘feudal’ que lo trasporta a un mundo maravilloso. Porque la Virgen bendita es también la Reina de lo maravilloso, es la Madre de lo maravilloso, de lo sublime.
La Virgen era, sí, mujer como son las otras mujeres hijas de Eva, pero no era una mujer ‘normal’, ¡por el amor de Dios! No es sino recordar lo que dice la mariología, que afirma con certeza casi metafísica que existen en la Virgen -y en su más alto grado- todos los dones naturales y sobrenaturales que Dios podía conceder a una mera criatura humana, aquellos que no fueran estrictamente incompatibles con su maternidad divina. Dios Padre quiso que ese sagrario que él mismo elaboró y adornó para su Hijo, fuera lo más perfecto posible, el Palacio Sublime por excelencia.
Entonces, y retomando nuestro punto inicial, cuando la persona establece una alianza de humilde y amorosa confianza y de entrega incondicional con la Virgen, Ella no solo comienza a auxiliarlo, sino que le va a los pocos revelando el mundo maravilloso en el que Ella vive, un mundo que gira en torno a Ella, y que es el mundo de su Inmaculado Corazón. Es un tipo de unión mística con Ella, que va configurando completamente con Jesús.
La persona comienza a abandonar el egoísmo, porque se da cuenta que lo lindo y que lo que da felicidad es ser generoso. El renovado devoto de la Virgen empieza a contemplar el mundo de la mano de Ella, comienza a considerar el universo como ella lo ve, con la cosas que ella guardó y que medita en su corazón, y seres o sucesos que antes se le hacían simples o ‘bobos’ a causa de su egoísmo o su pecado, comienzan a revelarle su singular brillo, su verdadero valor, un valor que no es otra cosa sino una particular manifestación del Absoluto, de Dios. Un atardecer especialmente bello, la sonrisa inocente de un niño, un gesto gallardo o sublime de otro -a veces cosas sencillas que aún en este caótico mundo persisten- van llenando su existencia de pequeñas y grandes alegrías, que dan fuerza para llevar las cruces, para readquirir una virtud tal vez perdida. El corazón de piedra se va trasformando en corazón de carne, ‘carne’ sobrenaturalizada: es la Virgen que comienza de una manera misteriosa pero muy real a vivir en la persona.
Y ahí la alianza se torna indisoluble, eterna. Una alianza que nos lleva al cielo, y que va haciendo que esta tierra, de infierno, se trasforme en un preludio del cielo, en torno a los ‘esclavos feudales de la Madre celestial’.
Por Carlos Castro
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