Redacción (Miércoles, 01-10-2014, Gaudium Press) Hace pocas horas los medios de comunicación de América Latina noticiaron con estruendo que en la provincia de Formosa, Argentina, a una niña de 15 años dos mujeres desfiguraron completamente el rostro, pues le tenían envidia por ser «linda». Días atrás había ocurrido otro hecho similar también en Argentina, esta vez en Rosario. A la chica de Rosario, una agresora de 17 años le hizo un corte con un vidrio desde el párpado inferior hasta detrás de la cara. A la pobre joven de Formosa las heridas le circundan brutalmente rostro y espalda. Por lo demás, en Colombia ya son famosas las repetidas desfiguraciones de rostros de mujeres con ácido. Casos de esos se vienen dando en el mundo entero.
Es claro que las agresoras deben sufrir algún trastorno psiquiátrico, o tal vez actuaron bajo los efectos de sustancias psicoactivas, o simplemente actuaron enceguecidas por funestas pasiones. Pero el hecho no deja de ser sintomático de sociedades realmente enfermas, que ahora ven atacado aquello que hasta hace poco estaba blindado con cierta ‘idolatría’, la belleza física.
¿Qué más decir ante ello?
En este horror en que el mundo se va sumergiendo progresivamente, aún existen cosas admirables, seres pasibles de suscitar el encanto. Y ante ellos hay tres actitudes posibles: la admiración, la indiferencia egoísta, o la envidia amargada y por veces bárbaramente agresiva, como en los casos expuestos.
No podemos dejar de ver en esos hechos la acción del príncipe de las tinieblas, pues ellos encierran mucha maldad. El movimiento natural ante la belleza es la admiración, un encanto espontáneo de quien contempla lo especialmente lindo, entre otras razones porque la belleza es el trascendental del ser más sensible, es la manifestación de Dios más primaria y sensorial que hay.
El instinto básico del hombre es el que va hacia la verdad, la bondad y la belleza, reflejos de Dios; pero siendo la belleza una especie de «epifanía» del ser y de compendio luminoso de todos los trascendentales, la belleza tiene un gran poder de seducción junto al ser humano, el cual naturalmente se complace en vivir en un mundo de seres, pero que sobre todo tiende a extasiarse ante los seres particularmente bellos.
Sin embargo, al lado y en sentido contrario a esa fuerza que nos mueve hacia Dios, está el pecado original, esta verdadera madre de todos los vicios y horrores y por tanto también de la maldita envidia, esa que torna la vida amarga, gris, oscura y que puede llevar a horrores tales como los descritos.
¿Qué, en definitiva, vencerá? ¿La belleza que reporta al Creador, o el pecado que lleva a odiar todo lo que se asemeje a Dios, incluida la belleza? Sabemos que vencerá la Belleza, pues como dijo la Virgen -la Madre de la Belleza- en Fátima, al final su Inmaculado Corazón triunfará.
Pero para que en cada hombre se dé ese triunfo, hay que abrir los brazos a Dios, acceder a su gracia, recurrir a Él en la oración, ser un contemplativo y un cazador de todo lo que «huela» a Dios. Todo esto para no ser tragado por la tempestad de horror que se abate hoy sobre el mundo.
Por Saúl Castiblanco
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