Redacción (Martes, 07-10-2014, Gaudium Press) A lo largo de la historia, Dios quiso revelar y consignar en las Sagradas Escrituras no solo su divinidad, sino también el modo cómo debemos buscar la santidad; ya sea por la inocencia, ya sea por la penitencia.
Antes del pecado original, reinó la vía de la inocencia. Adán y Eva, en el paraíso, estando en la gracia primera en que Dios los había creado, «eran inocentes y tenían en sí, en germen y raíz, todas las cualidades que el género humano poseería, hasta el fin. Ellos eran, por tanto, inteligentísimos, inocentísimos, rectísimos, ‘pulquérrimos’, distintísimos, nobilísimos, autoritarios, amenos y gentiles». 1
Entretanto, en este paraíso de inocencia, no pasando por la prueba permitida por el Altísimo y cayendo en el pecado, el hombre perdió el estado de gracia: el paraíso del alma. Comenzó, así, una vida de contradicción, lucha y sufrimiento. El hombre percibió que ya no se gobernaba más a sí mismo. La vida terrena, para la gran mayoría de los hombres, pasó a ser una vía de penitencia.
En la ley antigua, todavía sin la existencia de la gracia cristiana, podemos notar fácilmente la presencia de una educación divina. Por ejemplo, en los Salmos, uno de los libros sapienciales y poéticos del Antiguo Testamento, se encuentran los salmos penitenciales que son «un canto a Dios, en el cual el autor expresa su penitencia. Y la penitencia presupone que él pecó; que, después de haber pecado, se arrepintió; y que, una vez victorioso en él ese sentimiento de arrepentimiento, él reflexiona sobre la falta cometida». 2 Este será el punto en el cual nos detendremos, teniendo en perspectiva la vía de la penitencia.
El rey David, el escogido del Señor, un hombre según su corazón, inocente y guiado por el Espíritu, seguía la voz omnipotente de Dios. Bajo la acción de la gracia, hacía grandes prodigios. Con todo, hay horas en la vida de un hombre en que él debe hacer esfuerzo, luchar para retribuir a Dios, con la gloria de un combatiente, las benevolencias dadas por su Creador.
En ese momento, David prevaricó. Cayó en los pecados de adulterio y asesinato. Pero «el Señor pune al hijo a quien mucho estima» (Pr 3, 12) Habiendo sido reprehendido, David se arrepintió, se golpeó en el pecho, lloró sus pecados y como pedido de perdón, compuso los salmos penitenciales.
«Bienaventurados los que lloran porque serán consolados» (Mt 5, 4). Hay una consonancia entre los salmos penitenciales y las bienaventuranzas que es el elemento para la contrición perfecta: la santa tristeza y el arrepentimiento de las faltas cometidas por amor perfecto a Dios y una confianza en la Providencia Divina.
«El salmista sintió el peso de su pecado porque la consciencia lo reveló. Se dirigió a Dios con un grito de pedido de auxilio ‘tened misericordia de mí’ (Cf. Sl 50, 3), apoyándose no en su inocencia, sino en la bondad y en la inmensa misericordia de Dios […] Y el pedido del salmista va más allá de un simple pedido de perdón; suplica que Dios no lo castigue por el pecado. Ruega a Dios que, mediante un acto de creación, lo renueve en lo más íntimo de su ser de forma que pueda permanecer en la presencia de Dios y gozar de la vida que Él posee y concede». 3
«Mis culpas se elevaron por encima de mi cabeza, como pesado fardo me oprimen en demasía.» (Sl 37, 5). Este canto a Dios es categórico, expresa con energía el mal que hay en el pecado y el arrepentimiento intenso muestra la auténtica contrición. «Lavadme todo entero del pecado y apagad completamente mi culpa». (Cf. Sl 50, 4). El verbo apagar nos recuerda la función de un borrador utilizado para eliminar lo que está escrito en una pizarra. En el escrito puede haber un recuento de acusaciones contra el pecador, con todo, si alguien pasa el borrador, la tiza se deshace en polvo. Así Dios actúa con quien se arrepiente. Pecó, pero si el Altísimo ‘pasa el borrador’, su alma quedará límpida como si no hubiese pecado. 4
«Cread en mí un corazón que sea puro, dadme de nuevo el espíritu decidido. No me alejéis de Vuestro rostro, ni retiréis de mí vuestro Santo Espíritu» (Cf. Sl 50,12) Estas palabras del salmista nos remontan a aquellas proferidas por el Divino Maestro en el Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8).
Entretanto, aquel que, por la falta cometida, tornó su corazón un abismo sin fondo de maldad, no es digno de contemplar el mar infinito de la perfección. «Si del infierno se pudiese sacar el pecado, el infierno no sería más infierno; y, caso, en el Paraíso celeste se pudiese introducir el pecado, el Paraíso no sería más Paraíso». 5 Ahora, para ver a Dios y gozar de la visión beatífica, es necesario tener un corazón puro, un ojo límpido, y un alma de cristal; sea ella virginal por la vía de inocencia o como una preciosa amatista por la vía de la penitencia.
«Entra ahora tú en ti mismo, y examina bien tu corazón, tal vez oculto no menos a los otros que a ti mismo, y podrá ser que encuentres en él todas estas faltas. ¡En las ocasiones cuán fácilmente te olvidas de las luces que el Señor te ha dado para conocer la vileza de los gustos y los bienes terrenos; y te olvidas de esto después de haberlo tantas veces experimentado, encontrando siempre los mismos bienes y gustos terrenos y mentirosos! Haces cualquier obra buena, pero ¿quién sabe si mezclas en ella algún fin mundano de seres estimado más que los otros? Y lo peor es querer un partido al medio, de darte, ni todo a Dios, ni todo al mundo, buscando un camino que no sea el largo de la perdición, ni el estrecho de la salvación». 6
Santo Tomás afirma que la culpa es sacada por la contrición, unida al propósito de confesarse 7, como dice el salmista: «Yo iré a confesar al Señor mi iniquidad, y perdonasteis la pena de mi pecado». (Sl 31, 5). Y convirtiéndose, el pecador pierde el gusto por las cosas que lo prendían al mundo, pues no encuentra placer en lo que antes lo deleitaba; estas son las épocas en la vida espiritual que el alma busca lo sobrenatural. «Nos hiciste para ti, e inquieto está nuestro corazón, mientras no reposa en ti». 8 «No ando a la búsqueda de grandeza ni tengo pretensiones ambiciosas» (Sl 130, 1) Los placeres terrenos pierden su sabor, «bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3). La alegría pasa a estar en alcanzar el perdón y, así, la vida eterna.
«Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzaron misericordia» (Mt 5, 7). El hombre perdonado, limpio, reintroducido en el amor de Dios sabe que el Rey celeste desea la salvación de cada uno. Por tanto, lo agradará siendo misericordioso con los otros como fue el proceder de Dios para consigo. «Enseñaré vuestro camino a los pecadores y para Vosotros se volverán los desviados» (Cf. Sl 50, 15).
El Señor nos ha dado tanto, ¿cómo podríamos abusar de todo eso y ofenderlo? Debemos amarlo con todas las fuerzas.
Nos cabe meditar sobre la misericordia del Divino Rey que ama un corazón arrepentido y pedir que Él nos llene de un espíritu nuevo y puro para que podamos ser una morada de su reposo y alcanzar la bienaventuranza eterna.
Por la Hna. Letícia Gonçalves de Sousa, EP
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1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Adão homem dos homens, no qual existia a raiz de todos os homens. Conferência, 10. nov. 1979. (Arquivo do IFTE).
2 Id. Tende piedade de mim ó Deus. In: Dr. Plinio. Sao Paulo: Ano VI, n.63, jun. 2003, p.7.
3 CASCIARO, Jose Maria et al. Sagrada Biblia – Antiguo testamento -Libros poéticos y sapienciales. Pamplona: Faculdade de Teologia universidade de Navarra, 2008, p. 326.
4 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA. Op. cit. p.8.
5 PINAMONTI, S. J; ROSIGNOLI, S. J. Exercícios de Santo Inácio e leituras espirituais. 4. ed. Porto: Apostolado de Imprensa, 1953, p. 56.
6 PINAMONTI; ROSIGNOLI. Op. Cit. p.176.
7 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. A luz da fé. Lisboa: Verbo, 2002, p.113.
8 SAN AGUSTÍN. Confissões. São Paulo: Paulus, 1984, p. 15.
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