Redacción (Jueves, 09-10-2014, Gaudium Press) La sensata apreciación de la Santa Madre Laura sobre el mundo aborigen que le tocó misionar al noroeste de Colombia, va mucho más allá de una valoración sentimental femenina o incluso «indigenista» como las que imponen algunos «profetas» tardíos de la Nueva Era. A ese sesudo modo de ver la realidad que tienen los antioqueños, no escapó detalles que le revelaron a la buena misionera un horror humano que no cuesta ningún trabajo atrapar entre las páginas de su voluminosa e interesantísima autobiografía, a partir del capítulo 31.
Dispuesta a sacrificar su porvenir, la Santa estuvo juiciosamente obsesionada -desde sus años de profesora- con los indígenas del Urabá, frontera con Panamá, región selvática e inhóspita que la Gobernación de Antioquia tenía sumida en un abandono inexplicable ya que era la salida natural del Departamento para el mar. Nadie en las esferas gubernamentales ni entre la empresa privada daba un tostón por la región y sus gentes, que en su mayoría eran indios puros, silvícolas desplazados de sus antiguos resguardos que la Emancipación desarticuló, perseguidos por los bandos militares republicanos en tiempos de las guerras civiles, que literalmente los «cazaban» para involucrarlos a la fuerza en el conflicto político y con lo que ellos cogieron terror a los «blancos», terror que no sentían en tiempos de la colonia a los propios españoles.
Pero también estaban los colonos sin Dios ni Ley, muchos de ellos espiritistas y santeros, poseídos de agüeros y supersticiones mezcladas con cristianismo casi imposibles de depurar y a la vez llenos de desprecio con la población indígena que según el Padre Mesa C.M.F., primer biógrafo de la santa, los colonos -influidos por la sociología racionalista de entonces- consideraban una «indiada irredenta» aunque habían sido apostolado del valiente dominico San Luis Beltrán en 1568.
Es de comprenderse sin ninguna exageración, que la misión no fue nada fácil para unas señoritas de buena condición social bien educadas, que han podido quedarse en su querido Medellín a la espera de un buen marido, hijos, nietos y patrimonio estable, vejez tranquila y bien atendida por sus descendientes como abuelas dignas. Resueltas, se lanzaron en una aventura que aterró a sus contemporáneas y avergonzó a muchos hombres de su Departamento, épica aventura que les costó, más que sufrimientos físicos y enfermedades, incomprensiones y persecuciones que todavía hoy no se explican.
Los indios sí tenían alma
Pero algo muy interesante de su autobiografía está en lo que la Santa Madre Laura observa acerca de los indios que fue conociendo a los pocos, entrando respetuosamente y sin premura en su salvaje mentalidad y forma de ser. Hacerles entender por ejemplo que ellos sí tenían alma fue espectacular. Los malos colonos le habían hecho creer al indio que él era como el perro, entonces la madre les hizo traer un día a la catequesis sus perros de cacería a los que les explicó lo mismo que les había explicado a los indios en un tablero. Ante la estúpida indiferencia de los animales los indios soltaron la carcajada y confirmaron que ellos si entendían y que los perros no, que entonces ellos sí tenían alma.
Pero liberarlos del miedo fue una tarea aún mayor. La Madre afirma que estaban literalmente poseídos por un miedo a todo. Vivían bajo la intimidación constante. Tenían noción clarísima de que existía un espíritu maligno que relacionaron bien pronto con el demonio del que ella les habló, pero al que le hacían halagos y concesiones para que no los perjudicara. Curiosa cosmogonía en que el papel del mal termina siendo más importante que el del bien al que llamaban «Caragabí» pero no hacían cuenta de él para nada.
Atraídos por los huevos fritos y cocidos, por la música del gramófono y sobre todo por lo que ella les enseñó sobre la Virgen María -a la que curiosamente pasaron a querer mucho y sin mayores explicaciones-, uno que otro fue dejándose bautizar y con ellos los demás.
La Madre describe las condiciones antihigiénicas como vivían en sus bohíos oscuros, la manera cruelísima como trataban a sus parejas y a sus hijos, el rencor y la envidia como una especie de segunda naturaleza en ellos en el inconsciente, pero sobre todo ese misterioso miedo que los acompañaba a todas partes, una especie de miedo ancestral supersticioso de muchos siglos atrás que no los dejaba concentrar su atención en nada y los mantenía en la desconfianza absoluta.
Quedará inconclusa la obra de la Santa Madre Laura con los aborígenes, hasta que no se consiga incorporar sus experiencias y observaciones a los estudios antropológicos serios que nos hagan entender que la civilización verdadera, la civilización cristiana, no es el producto de choque de culturas del que habla Huntington y mutua destrucción de valores auténticos, ni tampoco una amalgama sucia de errores y barbaridades de unas y otras, sino la armonización correcta y depurada de lo más bueno, bello y verdadero de cada cultura, una juiciosa interpenetración de valores (1) rumbo a la perfección evangélica a la que nos convidó Jesús cuando nos dijo que Él era el camino, la Verdad y la Vida, y que nadie va al Padre sino por Él , algo que notoriamente la Madre tenía muy claro cuando comenzó sus misión apostólica y que consiguió transmitirle a los indios sin haber hecho estudios de teología ni antropología.
Por Antonio Borda
___
(1) Plinio Correa de Oliveira, «Catolicismo» No.128,Agosto de 1961.
Deje su Comentario