Redacción (Martes, 21-10-2014, Gaudium Press) Antes de partir al Padre, quiso el Divino Salvador dejarnos una expresiva imagen del grado de adhesión que se debe tener a Él:
Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador.
Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.
Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.
Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.
El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho.
En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos.
Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.
Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.
Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido. (Jn 15, 1-11)
Viendo a Nuestro Redentor impulsarnos insistentemente a permanecer en Él, nos preguntamos ¿cuál sería el motivo de tamaño deseo de incorporación?
Nos explica el admirable Padre Garrigou-Lagrange 1 que, en esa metáfora, Cristo quiso dejar expreso que el único medio de comunicación de la savia, o del influjo de la vida de la gracia, nos viene únicamente de Él, así como la cabeza es la única que tiene la potencia de comunicar a los miembros el influjo vital. Separarse de Él es sujetarse a la muerte.
De hecho, encontramos cuarenta veces el verbo «permanecer» en el Evangelio del discípulo amado y veintitrés en su primera epístola, siempre señalando nuestra obligación de buscar la más íntima unión con Cristo.
A ese respecto, en discusión contra los pelagianos, el II Concilio Milevitano y el Cartaginense de 418 señalaron la absoluta dependencia que poseen los cristianos en relación a Cristo, una vez que Él no dijo «sin mí poco podéis hacer», sino «nada podéis hacer»; o sea, desde los miembros en potencia hasta los que los son en acto, si enfrían sus relaciones con la Cabeza, aflojando los vínculos de unión, la consecuencia solo podrá ser una: la infructuosidad (D 227).
Además, Cristo nos atestigua que no basta «hacer con», mas es necesario permanecer en Él, con Él y por Él, para producir realmente frutos. Es el innovador principio de íntima unión traída por Jesús, que no debe cubrirse, sino transformar en unidad.
Como nos certifica la teología, todos los cristianos «tienen que aspirar a una presencia íntima; presencia que se realiza mediante la gracia, que es la sabia que os vivifica sobrenaturalmente»,2 y que os hace producir buenos frutos de santidad.
Y la fuerza y la plenitud de esa permanencia, asegura Monseñor João Clá, EP, solamente la encontraremos en el amor.3
Cristo prosigue con una increpante sentencia a aquellos que optan por desligarse de la Cabeza, pues, más allá de perder la vida, tendrán su castigo: «si alguien no permanece en mí, será lanzado fuera, como la rama. Ella secará, y han de recogerla y lanzarla al fuego, y se quemará» (Jo 15, 6).
Además de esa significativa analogía, en otras dos ocasiones encontramos al Evangelista usar una imagen, que si no fuese de autoría de Cristo no nos sería acreditada, que es la unión de Cristo con su Iglesia bajo la entrañada imagen de la unidad entre las Personas de la Santísima Trinidad. 4
En una primera circunstancia, tenemos al Divino Maestro enseñando el modo por el cual, todavía en esa vida terrena, podemos llevar esa unión a su auge: «El que come mi carne, y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él. Así como el Padre que vive me envió, y Yo vivo por el Padre, así el que me come a Mí, ese mismo también vivirá por Mí, y de mi propia vida» (Jn 6, 55-58).
Con todo, aunque la comunión sea bajo las especies físicas, es a través de la gracia, la cual usa de instrumento las especies, que obtenemos nuestra incorporación a Cristo, y así se torna posible, incluso después de consumida la Eucaristía, decir que quien come la carne de Cristo permanece en Él, y Él en la persona.
En ese sentido, entendemos lo que decía San Pablo al advertir a algunos cristianos que participaban de la Eucaristía: «¿Por ventura el cáliz de la bendición, que nosotros bendecimos, no es la comunión de la sangre de Cristo? ¿Y el pan que partimos no es la participación del cuerpo de Cristo? Visto que hay un solo pan, nosotros, aunque muchos, formamos un solo cuerpo, porque participamos todos de un solo y mismo pan» (1Cor 10, 16-17).
Por ese motivo, osan los teólogos afirmar que el principal efecto de la Eucaristía es la ‘unitas Corporis Mystici’, 5 o sea, la unión de la Cabeza con el cuerpo.
En otro pasaje, en el momento solemne antes de consumir su holocausto, sabiendo Jesús que dejaría los suyos, quiso pedir al Padre, componiendo la emocionante oración sacerdotal, rogando para sus miembros máxima unión a semejanza de la unión que hay entre Ellos, al punto de transformarse en unidad: «que ellos sean todos uno, como Tu, Padre, lo eres en Mí y Yo en Ti, para que también ellos sean uno en Nosotros […], que sean uno, como Nosotros somos uno: Yo en ellos y Tu en Mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17, 20-23).
Sabemos que la unión entre el Padre y el Hijo es substancial. Son los dos una única esencia, sin dejar, al mismo tiempo, de haber distinción personal. Son Personas siempre unidas entre sí, de manera que donde está una Persona, ahí también está la otra.
Del mismo modo a través de la gracia, Cristo está en nosotros como Él está en el Padre, aunque sea de manera accidental y no substancial como en la Santísima Trinidad. Y, así como la unión entre las Divinas Personas no destruye su naturaleza, nuestra unión con Cristo no destruye nuestra personalidad, sino la enaltece. 6
Enumerar los pasajes donde Cristo manifiesta su deseo de unión, podríamos dejarlo para otra oportunidad; entretanto, podemos entrever que, de parte de la Cabeza, no hay otro anhelo que la más perfecta unión con sus miembros, bajando de su alta dignidad e identificándose con ellos (Cf. Mt 25, 45; At 9, 5).
Con base en eso, podemos entender lo que nos decía el Apóstol «no soy yo quien vivo, sino es Cristo que vive en mí» (Gal 2, 20), pues en el cristiano pasa a existir una auténtica vivencia de Cristo, al punto de haber «más semejanza entre el cristiano y Cristo, que entre el cristiano y Dios». 7
Hay, por tanto, en Cristo el deseo de unirse a su Cuerpo de la forma más íntima posible, y a pesar de haber varios miembros, quiere Él que formemos una sola unidad. El problema está en ser miembros flexibles, unidos por Él, con Él y en Él, para, de esa forma, alcanzar la plenitud del Cuerpo.
Por Fahima Akram Salah Spielmann
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[1] GARRIGOU-LAGRANGE, Reginald. Op. cit. p. 142-145.
[2] SAURAS, Emilio. Op. cit. p. 55. Tradução da autora).
[3] CLÁ DIAS, João Scognamiglio. A Igreja é uma, Santa, Católica e Apostólica. Op. cit.
[4] Debe advertirse que el sentido, aunque sea propio, es usado de forma análoga.
[5] SANTO TOMÁS DE AQUINO. Summa Theologiae. III q. 73, a. 3, ad1.
[6] SAURAS. Emilio. Op. cit. p. 52.
[7] SAURAS, Emilio. Op. cit. p. 191.
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