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¿Cualquier belleza salva?

Redacción (Miércoles, 05-11-2014, Gaudium Press) El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la obra de la creación se nos presenta bajo la forma de vestigios del propio Creador, [1] a fin de que la inteligencia pueda relacionar las cosas visibles con lo invisible.

Este continuo apelo de aquello que nos rodea hacia su causa y sustento, lleva al hombre a salir de sí para dejarse sorprender y edificar, a través de experiencias estéticas que le hablan en lo más íntimo de realidades superiores, metafísicas, transcendentales.

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Diversos autores dejaron testimonios sorprendentes en torno a especulaciones delante las múltiples manifestaciones de Dios, en sus criaturas. En este sentido, hay un célebre episodio de Napoleón en el cual, cierta noche, interrumpe una discusión materialista entre soldados a fin de apuntar las brillantes estrellas del cielo y cuestionarlos: «Vosotros podéis hablar cuanto tiempo quisiereis, señores, pero ¿quién habrá hecho todo esto?». [2]

No solo delante de la magnanimidad de la Creación hubo reacciones. También el orden y complejidad del Universo llevarían a Newton, o hasta Voltaire, a afirmar que no hay reloj sin relojero, [3] reportándose a la necesidad de un Creador, aunque a veces en concepciones filosóficas distantes de la Teología cristiana.

Entretanto, encontramos también en el hombre, en medio del secularismo de hoy, un conjunto considerable de interrogantes y disposiciones que lo llevan a salir de sí y tener la capacidad de maravillarse con los vestigios de Dios. [4]

Ya Santo Tomás de Aquino hacía una interesante reflexión al considerar el 13º Capítulo del Libro de la Sabiduría, sirviéndose para esto de la siguiente imagen: Si alguien yendo a una casa y desde la puerta fuese sintiendo calor y cada vez más en ella penetrase y más calor sintiese, evidentemente percibiría que había fuego en su interior, aunque no estuviese viendo el fuego. Sucede lo mismo con nosotros, al considerar las cosas de este mundo. Todas las cosas están ordenadas conforme diversos grados de belleza y nobleza, y cuanto más próximas de Dios, tanto mejores y más bellas. [5]

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Vemos, de esta forma, cuánto la belleza puede ser comparada a una llama. ¿Quién será insensible a su calor? Este abrasa y arrebata, nos eleva a consideraciones saludables, nos saca de nuestra condición, del «yo».

Esta especulación había sido hecha por Platón, en Fedro, y no fue rara para San Agustín. El entonces Cardenal Ratzinger aprovechó los escritos de ambos para comparar lo bello a una flecha capaz de herir al hombre en su interior, para de este modo «conferirle alas y elevarlo a las alturas». [6]

¿No será esta una solución para el mundo materialista y relativista en el cual vivimos? ¿No se presentará a la Iglesia como un instrumento preciosísimo, desde siempre a su alcance, ya sea a través de la Liturgia, ya sea a través del arte sacro?

Mons. Luigi Giussani ya lo reconocía al proponer, cierta vez, en sus ejercicios: «Nosotros debemos luchar por la belleza. Porque sin la belleza no se vive. Y esta lucha debe invertir en cada detalle: de otra forma, ¿cómo haremos un día para llenar la plaza de San Pedro?». [7]

«La belleza salvará al mundo», propuso Dostoievski, [9] en una frase múltiples veces usada en variadas reflexiones. El propio Papa Juan Pablo II la citó en su Carta a los Artistas (1999), y el Pontificio Consejo para la Cultura vendría a desarrollarla en el excelente documento elaborado en torno de este asunto, que se titula ‘Via Pulchritudinis’.

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Entretanto, cabe aquí realizar una importante precisión, de acuerdo con estos dos documentos: no se trata de cualquier belleza, capaz de salvar al mundo, como si entrase al concepto, aún con todo su valor, cualquier fuerza propia y redentora. Es para Cristo, «el más bello de los hijos de los hombres» (Sl 44, 3), que nuestro pensamiento debe remitir; Aquel en cuyo rostro la gloria de Dios resplandece (cf. 2 Cor 4, 6).

Se encuentra trazada la pedagógica vía que nos conducirá a la fuente absoluta de la pulcritud, de donde emana la relativa, los vestigios, a través de los cuales aprendemos «cuánto más hermoso que cualquier cosa es el Señor, el propio autor de la belleza» (Sb 13, 3).

Porque, como escribió Benedicto XVI, cuando todavía era cardenal: «nada hay que mejor nos pueda poner en contacto con la belleza del propio Cristo que el mundo de lo Bello creado por la fe, así como la luz resplandeciente en el rostro de los santos, a través de la cual se torna visible Su propia Luz». [9]

Por el Padre José Victorino de Andrade, EP

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[1] Cf. n. 1147.

[2] Cf. BOURRIENNE, Louis. Memoirs of Napoleon Bonapart. V.1. [s.l.]: Bibliobazaar, 1891. p. 327.

[3] Ver FIORIN, José (org.). O pensamento humano na história da filosofia. Ijuí: Sapiens, 2007, p. 261. BANDET, François. Estará a ciência oposta à Fé? Lumen Veritatis, n. 6, jan-mar, 2009, p. 70.

[4] Ver, por ejemplo: JUAN PABLO II. Ángelus de 21 de Julio de 1996, ed. port. de L’Osservatore Romano de 27/7/1996, p. 1.

[5] AQUINO, Tomás de. Exposição sobre o Credo. 5 ed. São Paulo: Loyola, 2002, p. 27.

[6] Publicado em 30 Giorni, n. 91 (2002). Messaggio al XXIII Meeting per l’amicizia fra i popoli. Rimini, 21 agosto 2002.

[7] Esercizi a Varigotti, 1964. Apud FARINA, Renato. Ratzinger ricorda don Gius, «mio vero amico», Libero, 25 marzo 2007.

[8] Ver DOSTOEVSKI, Fiódor. L’idiota. Trad. PACINI G. Parte III, cap. V. Milão, 2005, p. 478.

[9] RATZINGER, Joseph. A Caminho de Jesus Cristo. Coimbra: Tenacitas, 2006, p. 45.

 

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