miércoles, 27 de noviembre de 2024
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Un niño y el mar

Redacción (Jueves, 13-2014, Gaudium Press) Plinio Corrêa de Oliveira nos enseñó a ver el mar. Alguna vez nos contó que de niño a la orilla de él, se lo imaginaba como una gran alfombra mágica que llegaba hasta Europa y el lejano oriente, y de la cual no era sino tirar un poco para que nos trajera palacios, catedrales, vitrales, carrozas, salones regiamente adornados, trajes elegantes y otras maravillas que bullían en su imaginación infantil; incluso variedad casi infinita de suculentos y deliciosos platos regionales culinariamente ornamentados, pero también a los Tres Mosqueteros y al propio Gato con Botas.

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Aún más interesante fue cuando nos contó que se deleitaba viendo llegar las olas a la orilla del mar. La escena es bella: Eran el niño y el mar, el niño analizándolo desde su inocencia y el viejo mar dejándose observar con mansedumbre para que el niño aprendiera. Unas olas llegaban cansadas, otras alegres y cantarinas, las de más allá las veía llegar un tanto agresivas y pendencieras o curioseando la arena como queriendo averiguar qué había debajo de ella. Era el mar, majestuoso y serio que pleno de grandeza y fuerza se hacía un poco más suave y tierno al contacto con la tierra. Pero cuando vio las del cantábrico y las de otros mares violentos, se hizo idea de la indignación de Dios en algún momento.

Las olas de hecho, observándolas bien, parecieran ser únicas y cada una con su propia personalidad. Son una combinación de agua, sonido y viento que no se repite. Unas nacen, alcanzan un auge y van a dormirse sumergiéndose en la arena, orladas de espuma como si trajeran un encaje de seda. Pero otras tienen una personalidad arrebatadora y truculenta que golpea fuertemente como castigando, como corrigiendo, las más de la veces contra rocas y acantilados duros que también hacen su papel enfrentándolas impasibles. No es una conversación amena sino algo parecido a una discusión en la que se argumenta y contra-argumenta sin llegar al odio implacable pero sí a la polémica.

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Las hay también intermedias entre la fuerza y la suavidad. Son comunes y arriban a la orilla con mucha naturalidad y un poco rutinariamente. No llegan cansadas pero tampoco con afán. Bañan la playa, dejan la espuma, pequeños caracoles y se van. Como todas las olas, tienen su propio temperamento, el de estas es equilibrado, serio, obediente y dado a cumplir con su deber sin exigencias.

Las más temibles son las de mar adentro, medio anárquicas, impredecibles y arbitrarias. No se sabe bien si están jugando o están rabiosas. Pueden dar sorpresas. Avezados marinos todavía hoy no confían nada en ellas y preparan el zafarrancho cuando el mar se pica pareciendo querer pelea. Y a veces la sorpresa es que no pasa de una simple bravata, una amenaza pasajera sin mayores consecuencias.

Son muchos los escritores, poetas y pensadores que han visto en el mar una figura de Dios con su ternura, su indignación y sus advertencias. De una generosidad impresionante, sin el mar nuestro mundo no sería más que un inmenso terrón sin vida suspendido en un punto del universo. Azul maravilloso, nuestro planeta es así de bello desde el espacio sideral por causa de ese manto líquido que lo envuelve y sobre el cual la humanidad ha tejido las más bellas historias a su paso por este universo. Baste compararlo con los demás astros para verificar que el nuestro tiene vida y no es un simple satélite del resplandeciente sol con el que parece tener una buena amistad. El mar lo hace casi todo, y sin las olas el mar sería algo así como un gigantón manso pero durmiendo profundamente y sin gracia.

Por Antonio Borda

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