sábado, 23 de noviembre de 2024
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El Evangelio del Nacimiento del Niño Jesús

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Redacción (Viernes, 12-12-2014, Gaudium Press) «Y sucedió que por aquellos días, se promulgó un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo».

San Lucas, al introducir el tema, no se expresa con exageraciones didácticas, sino con encantadora sencillez.

Esta misma simplicidad la encontramos a lo largo de toda la Sagrada Escritura. No se trata apenas de un principio de sabiduría, sino también de arte literario: al describir algo sustancialmente grandioso, se vuelve innecesario utilizar un lenguaje enfático. El énfasis es indispensable cuando queremos llamar la atención para algo que, de suyo, no tiene o no parece tener importancia.

Lo que San Lucas va a describir es el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, hecho insuperable en la Historia.

¡Dios se hizo hombre! ¿Qué más se puede decir?

La vida orgánica de antaño

2.jpg¡Cómo el mundo era orgánico! El hombre aún no conocía las agitaciones de hoy. Nada de comunicaciones instantáneas. Nada de viajes en velocidades supersónicas. ¡No! Si la vida, bajo muchos ángulos, era difícil, de otro lado, ¡cuánta serenidad! ¡Cuánto tiempo libre para conversar distendidamente con los amigos, para estar en familia, para reflexionar, para rezar! Todo era hecho con calma y serenidad.

En aquellos días, los romanos ya habían conquistado tantas tierras que acostumbraban llamar al mediterráneo Mare Nostrum. Debido a esa rápida expansión, se tornaba urgente saber cuál era el número real de la población del Imperio.

Para el censo, dice el Evangelio, «todos fueron a inscribirse, cada uno a su ciudad natal». Es decir, iban a donde se hallaban sus propias raíces, mantenían vínculos con sus orígenes, los que no raramente atravesaban los siglos, y les marcaban la existencia.

Espíritu de respeto a las reglas

«José subió también desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta».

Siendo de estirpe real, José debía presentarse con su esposa en la ciudad de sus ancestros. Era necesario caminar cerca de 150 kilómetros, distancia que separaba Nazaret de Belén por aquellos caminos.

Aún los romanos no habían puesto en práctica toda su capacidad organizativa en lo tocante a la red de comunicaciones de su Imperio. Es verdad que ya estaban construyendo, en la región de Roma, óptimas vías, erguían sólidos puentes y viaductos, pero los caminos de Palestina no habían sido enderezados y pavimentados en ese entonces.

Eran vías ricas de aspectos pintorescos, ¡mas cuán tortuosas, plenas de huecos y llenas de riesgos!

Fue por este escenario agreste que se aventuraron José y María durante algunos días. Felizmente, por ser época de censo, durante todo el trayecto encontraron una multitud de personas, lo que disminuía en algún modo los peligros. A pesar de eso, no dejaba de ser un recorrido penoso.

No consta que José y María se hayan quejado de algo. Se sometieron dócilmente al edicto, pues eran fieles al principio de autoridad, creado por Dios y puesto en práctica en la legislación. No se trataba de una orden criminal ni injusta; entonces, debía ser obedecida.

El encuentro más sublime de la Historia

«Y sucedió que estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.»

Este bello trecho permite entrever la profesión del Evangelista. En efecto, él era médico. Sabía que una madre al dar a luz, no tiene fuerzas para ocuparse directamente del recién nacido, y que lo normal es dejarlo al cuidado de otras personas. San Lucas, por tanto, cuando afirma que fue Nuestra Señora quien atendió al niño – «lo envolvió en pañales y lo reclinó en un pesebre» – quiere resaltar que el parto fue indoloro, pues no traía los estigmas del pecado original. Esta idea es subrayada también por el hecho de que María no se preocupó en bañar a su Hijo. Nació Él con tanta luz, que la madre lo envolvió en pañales inmediatamente.

Podemos imaginar la escena: la Santísima Virgen, viendo por vez primera al Niño Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, ¡que era a su vez carne de su carne y sangre de su sangre! En actitud de adoración – ella es la única madre que puede adorar a su hijo – lo envuelve en pañales, pues sus huesos son tiernos, los cartílagos aún son delicados y es necesario protegerlo. Y en cuanto esto ocurre, el Niño la mira, sonríe, se encanta con esta criatura virginal que Él mismo concibió desde toda la eternidad. Este fue el encuentro más sublime, elevado y pleno de unción que ocurrió en toda la historia de la humanidad: el del Niño Dios con su Madre, el de la Madre con su Divino Hijo.

Bajo el signo de la castidad

«…porque no había lugar para ellos en la posada.» ¿Por qué San Lucas utiliza la expresión «para ellos» ? Él podría haber escrito: «No había ningún lugar en la posada». ¿Por qué no lo hizo? En aquella época no existían hoteles. Muchas posadas no poseían ni siquiera cuartos, el techo era a veces de paja, o a veces constituído por un simple armazón mal cubierto. Los animales – caballos, burros, camellos, etc. – eran dejados por los viajeros en un patio ubicado delante de las puertas de la posada. Y no se piense en conveniencias de higiene comunes en nuestros días. En aquel mundo se mezclaban pueblos que estaban saliendo de la barbarie con otros aún más primitivos. Más de un milenio habría de pasar, para que tal situación sufriese una mudanza profunda y duradera.

La convivencia humana en una posada era, por ese motivo, un tanto prosaica. Y el ambiente era generalmente festivo: se cantaba en la noche, se confraternizaba, hasta que el cansancio obligase a los viajantes a acostarse. Entretanto el dormir era medio colectivo. Esta era una situación que no convenía para José y María, que habían sido llamados a la práctica del sumo pudor, de la castidad y de la virginidad. Por eso «no había lugar para ellos».

De ese modo, ya en el nacimiento del Niño Dios, nos deparamos con una riqueza de significados a propósito de la virginidad y de la castidad que son realzados por las circunstancias. Sin lugar en la posada, el santo matrimonio escoge una gruta, y es allí donde nace Dios encarnado. Él prefiere un pesebre a un lugar donde el pudor no es practicado de un modo excelente. Su Madre, virgen inmaculada, su padre adoptivo, virgen también. Castidad y pudor, son esos los signos bajo los cuales Él nace.

Desprendimiento de los bienes de este mundo

A nueve kilómetros de la gruta quedaba el palacio de Herodes: inundado de fausto y riquezas, de opulencia, de lujo, de seguridad. En los alrededores, el Rey de Reyes prefería nacer en una gruta. ¿Por qué? Para darnos otra lección: sea en la pobreza, sea en la riqueza, no podemos olvidar que lo importante es tener siempre los ojos puestos en Dios.

No obstante, algunas personas estaban mucho más cerca del pesebre que Herodes: «Por aquellos contornos había unos pastores que pernoctaban en el campo y velaban por sus rebaños». Eran hombres pobres, de trato simple, y detestados por los fariseos, pues no seguían las costumbres que ellos indicaban. Jesús tuvo preferencia por ellos. Sin embargo, no juzguemos que esta predilección venía sobretodo de su situación económica. Antes de ellos, ya los Reyes Magos habían comenzado su viaje desde el Oriente, trayendo presentes. Por sueños o quizás revelaciones, conocieron también que un Salvador nacería, y atravesando extensas regiones y exponiéndose a grandes riesgos, acudieron en su búsqueda.

Llamando a unos y a otros, Dios quiso mostrar que vino para los pobres y para los ricos, y que lo importante es no apegarnos a los bienes materiales, sino, como dice el Papa Juan Pablo II, aspirar a la «bienaventuranza de los pobres, de los ‘pobres de espíritu’, como aclara San Mateo (Mt 5,3), o sea, de los humildes» (Encíclica Veritatis Splendor, n° 16). Desde que tengamos humildad, que sólo se obtiene con un profundo amor a Dios, estaremos preparados para encontrar al Niño Jesús recién nacido.

«Un ángel del Señor apareció a los pastores y la gloria del Señor los rodeó de luz, y ellos se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: ‘No temáis'». Había entre los judíos la creencia de que, si alguien viese un ángel, moriría enseguida. Temieron, por tanto, no sólo por la majestad de aquel ser celestial, sino también por el presagio que su aparición podía representar.

«Mirad que os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo». Es posible que la voz del Ángel no fuese suficiente para tranquilizar a los pastores. Ciertamente recibieron una gracia que los sustentó, y que los hizo «sentir» lo que oían. Y «sintieron» que ellos también tendrían una gran alegría.

«‘Hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David. Y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre’. Al instante apareció junto al ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: ‘Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor’.

Se percibe que los pastores fueron creciendo en la comprensión de la grandeza de lo que ocurría y vieron las miríadas de ángeles cantar y llamar a Dios. Fue para ellos un espectáculo que prefiguraba la visión beatífica. Con el corazón transbordante de gracia, tal vez hayan sido santificados en aquel momento. Al momento se pusieron de pie, y corrieron a visitar al Niño Jesús.

Evangelio según María

Al terminar esta parte del Evangelio, San Lucas escribe: «María conservaba todas estas palabras meditándolas en su corazón».

Es bien posible que haya sido Nuestra Señora quien narró esos hechos a los apóstoles, pidiendo que su nombre no fuese mencionado.

¡Tal es su humildad! Pero San Lucas, escribiendo de este modo, está indicando que Ella fue la fuente del relato, razón por la cual bien podríamos anunciar la narración del nacimiento de Jesús con estas palabras: «¡Proclamación del Evangelio según María!».

Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP

(Tomado de Rev. Heraldos del Evangelio, No. 3)

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