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El gran don Blas de Lezo

Redacción (Jueves, 18-12-2014, Gaudium Press) Don Blas de Lezo -salvador de Cartagena de Indias ante la gigantesca armada inglesa invasora de Vernon, en 1741- era realmente un coloso. Y además un coloso católico, lo que acrecienta su brillo personal con el toque de lo sobrenatural.

1.jpgEl general-almirante «Pata de palo» es de esas figuras que el príncipe de las tinieblas detesta desde lo más profundo de su ser; él no quiere que ese tipo de hombres figuren en el pedestal que les corresponde, busca ocultarlos, esconderlos, sumergirlos en los abismos del olvido y la indiferencia, y cuando no le es posible, trata por todos los medios de ensuciarlos, estigmatizarlos, calumniarlos, por el beneficio que puede traer a los hombres su real conocimiento. Ciertamente el Virrey Eslava, superior de Don Blas de Lezo durante el ataque a Cartagena, fue en ese sentido instrumento del ángel caído, cuando envidioso de los éxitos militares del marino vasco en el sitio de Cartagena, y en previsión de las denuncias de su incompetencia en la defensa de la «Llave de América», fabricó un diario amañado inflando su actuación en esa dura gesta y caricaturizando u ocultando los hechos heroicos de don Blas, según lo narra don Pablo Victoria en su muy entretenida y didáctica obra «El día que Cartagena derrotó a Inglaterra». [1]

Se asemeja el final de don Blas de Lezo al de Santa Juana de Arco, la ‘pucelle’ de Domrémy, que murió condenada por la inquisición de la propia Iglesia a la que sirvió siempre, y de alguna manera abandonada por la Francia a la que salvó. O a la conclusión de la vida del gigante San Francisco Xavier, quien muere joven, a los 46 años, sólo en la playa de Sancián con su fiel Antonio, viendo que Dios no le permitía cumplir su gran anhelo que era misionar en la China. Don Blas murió en el anonimato, acompañado sólo por los suyos, abandonado por la ciudad que salvó, calumniado por el Virrey cuyo prestigio mantuvo. Aún no se sabe dónde están sus restos: tal fue la omisión y negligencia de los habitantes de la Cartagena de entonces.

Poco más de un mes después de su muerte, y sin saber que el acusado ya había fallecido, «se emitía una real orden por la cual se destituía a don Blas de Lezo de su puesto de comandante y se le ordenaba regresar a España con la intención de ser sometido a juicio de responsabilidades. La muerte lo había hecho escapar del último ultraje y vejación». [2]

Pero Dios se ríe de esos ardides del demonio, a la espera de las horas en que brillarán con todo su fulgor aquellos a quienes Él quiere resaltar. El diario que escribió don Blas se salvó y sobrevivió los siglos -junto con otros testimonios, para contarnos la verdad. De hecho cada vez más en todas partes, hay un singular interés por su figura, por sus epopeyas.

Sólo para animar un tanto al lector a profundizar en la vida de este gran hombre, contaremos aquí algunos singulares hechos, como por ejemplo que siempre estuvo don Blas acompañado por un crucifijo de plata: en los momentos de mayor aflicción el crucificado era su inspiración.

O que además de eximio estratega fue inventor recursivo para la defensa del gran puerto de la América española. Los cañones de ese entonces tenían un grave problema, que era su rigidez. Blas de Lezo inventó «un simple pero eficaz mecanismo para suplir la deficiencia y ganar en rapidez y eficacia; consistía este mecanismo en una especie de rampa de madera en cuya parte superior había una hendidura para encajar las ruedas de la cureña [n.d.r. carrito que porta el cañón], pero que permitía el retroceso del cañón con cada disparo; la rampa posibilitaba alzarlo a la altura deseada y, con ello, alargar su tiro sin alterar el calibre o la carga de pólvora; permitía también usar la misma pieza para tiros largos y cortos». [3] Los ingleses quedaron sorprendidos con el invento, que en buena medida permitía equilibrar la desproporción entre fuerzas inglesas invasoras y fuerzas hispanoamericanas.

Creó también don Blas un tipo de unión entre dos balas de cañón que arrasaba con los mástiles de los barcos atacantes, ‘desarbolándolos’ y con ello impidiendo su libre movimiento. Ya en las batallas del mediterráneo, don Blas había ideado estratagemas de ocultamiento, creando cortinas de humo con pajas, algunas lanzadas desde los cañones.

Don Blas era también un hombre práctico en tierra. Los muros de piedra de entonces tenían lo que se llama merlones, es decir hendiduras en su parte superior desde donde se podía parapetar un defensor para de allí divisar o disparar. Pero el merlón por no estar continuamente unido al muro y ser la parte débil de éste, cuando era golpeado por una bala de cañón se convertía a su vez en miles de proyectiles mortales. «Por eso mismo Lezo había recomendado echarlos a tierra y remplazarlos con costales repletos de arena que, apilados unos sobre otros, amortiguaran el golpe del proyectil quitándole masa al impacto». [4]

En la batalla final al sitio de Cartagena, dos hechos fueron insignes. Uno, que don Blas mandó abrir un foso en torno al Castillo de San Felipe, el gran bastión de la defensa, lo que fue determinante, pues las escaleras de asalto de los ingleses se quedaron con ello cortas a la hora de cumplir su función. Y otro fue el «toque a oración»: el día clave, y en el auge del fragor de la lucha por la toma del Castillo de San Felipe, los defensores de este fuerte y de todos los escenarios de combate en la bahía de Cartagena cesaron el fuego, pues había que rezar el Ángelus: «El ángel del Señor anunció a María…», entonó el P. Tomás Lobo; «y concibió por obra del Espíritu Santo…», se respondió. Los ingleses no podían sino renegar del ‘fanatismo’ español…

Por Saúl Castiblanco

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[1] Victoria, Pablo. El día que Cartagena derrotó a Inglaterra. Ed. Planeta. Bogotá. 2011. El libro ya va en su cuarta edición española.
[2] Ibídem. p. 343
[3] Ibídem. p. 187
[4] Ibídem. p. 227

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