Redacción (Martes, 30-12-2014, Gaudium Press)
Evangelio
En aquel tiempo, 26 el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
28 El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». 29 Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
30 El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. 31 Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; 33 reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin».
34 Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
35 El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. 36 También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, 37 porque para Dios nada hay imposible».
38 María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró (Lc 1, 26-38).
I – TODO MOVIMIENTO TIENDE AL REPOSO
Es inherente al hombre, concebido en pecado, padecer cansancio; el lado animal de nuestra naturaleza fácilmente se fatiga. Después de nuestros quehaceres diarios, sean trabajos o estudios, cuando llega la noche, tenemos la necesidad vital de descansar, con mayor razón aún si nos levantamos temprano. El propio Jesús, libre del pecado original y de cualquier otra mancha, quiso asumir ciertas deficiencias de la naturaleza humana1 y se cansaba, como en el episodio en el que lo encontramos durmiendo en la barca (cf. Mt 8, 23-27) o cuando está sentado junto al pozo de Jacob (cf. Jn 4, 6).
La fatiga -esa realidad cotidiana- nos trae a la memoria la consideración de Santo Tomás de Aquino,2 hecha con tanta precisión y sabiduría, de que todo movimiento tiende al reposo.
¡Cuántas veces vemos a los jóvenes agitarse con rapidez y vigor, de un lado para otro! Pero cuando crecen y maduran adquieren el deseo del sosiego y de la tranquilidad. El espíritu humano busca la paz, en medio del movimiento intenso al que es sometido en el transcurso de la vida. Así, todos nosotros aspiramos a la estabilidad y a la quietud y, por eso, nos agrada el hecho de poseer una propiedad y construir en ella una casa, en la que podamos vivir sin ninguna aflicción.
A menudo, los hombres tienen la preocupación de hacer que su memoria perdure, dejando en este mundo algo concreto que atraviese los siglos y se mantenga a través de las generaciones. En este sentido, de entre los pueblos de la Antigüedad destacan los egipcios. La Providencia dio la teología y la religión verdadera a los judíos, la filosofía a los griegos, el derecho a los romanos y a aquellos el Señor les concedió la ciencia. La prueba más grande de los excelentes conocimientos que cultivaron y del empeño de prolongar su fama en el futuro son las pirámides, las cuales, pudiendo datar en torno al año 2500 a. C., todavía sorprenden en nuestros días, y cuyo método de edificación continúa siendo un misterio.
Jesucristo no erigió edificios
Jesús, por el contrario, no erigió ningún edificio, ni siquiera tenía una casa, como lo había declarado: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58). Sin embargo, marcó la Historia y la dividió en dos partes.
Él es el Hombre Dios, en quien está el criterio absoluto, el paradigma de todo, incluso de cómo perpetuar una obra. ¿Qué hizo? Nos legó sus palabras -anotadas más tarde por otros-, es verdad, pero sobre todo reclutó discípulos, formó apóstoles y los transformó en varones unidos a Dios. El monumento que construyó no es material, sino propio a permanecer y atravesar los siglos, porque está fundamentado en su alianza: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).
Israel busca la estabilidad después de largos y turbados siglos
Ese humano anhelo de contar con una situación segura y estable es exactamente lo que trasparece en la primera Lectura (2 S 7, 1-5.8b-12.14a.16) de este cuarto domingo de Adviento. En el transcurso de su conturbada historia, los hebreos sufrieron siempre una enorme inestabilidad: ya en sus comienzos, debido a una gran hambre en toda la tierra, el patriarca Jacob tuvo que trasladarse con su familia a Egipto, donde su hijo José era administrador (cf. Gn 47, 1-6), y sus descendientes se multiplicaron allí. Con todo, cuando subió al trono un faraón «que no había conocido a José» (Ex 1, 8), esclavizó «a los hijos de Israel con crueldad» (Ex 1, 13), porque temía que, siendo fuertes y numerosos, se aliasen con los enemigos de Egipto, percibiendo al mismo tiempo que constituían una valiosa mano de obra para su reino (cf. Ex 1, 10; 14, 5). Oprimidos y reducidos a la esclavitud, vivieron en tierras egipcias más de cuatro siglos,3 hasta que en determinado momento surge Moisés, quien por orden divina los saca de Egipto y los hace cruzar el mar Rojo a pie enjuto, mientras las tropas del faraón eran tragadas por las aguas. A partir de aquí, los israelitas empiezan a deambular por el desierto y durante cuarenta años andan errantes, sin encontrar su meta, por haberse rebelado contra el Señor (cf. Nm 14, 32-35). Quien tiene la oportunidad de seguir la narrativa sagrada utilizando un mapa comprueba, con aflicción, el recorrido que hicieron…
Cuando finalmente llegan a la Tierra Prometida, innúmeras fueron las dificultades e incertezas que les tocó enfrentar, hasta que fue suscitado David, el segundo rey de Israel. David sentía los designios de Dios sobre él y era consciente de que su dadivosidad infinita lo premiaba. Conforme el Señor le había mandado decir, dejó el pastoreo para ser jefe del pueblo elegido, como consta en la primera Lectura de hoy (2 S 7, 1-5.8b-12.14a.16). También él andaba buscando la tranquilidad y, con el auxilio divino, consiguió librarse de todos los enemigos que lo rodeaban e instalarse en su morada. Pero como era un hombre justo, que tenía su atención puesta en las cosas de lo alto, quería para Dios más que para sí y, por eso, dijo al profeta Natán: «Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda» (2 S 7, 2).
En efecto, no existía una construcción sólida que acogiera el Arca de la Alianza y David anhelaba edificar un templo -y no más una tienda, como la que hasta entonces servía para abrigarla-, a fin de manifestar a Dios su gratitud, o sea, retribuirle todo lo que de Él había recibido, dando estabilidad a aquella figura de Dios que, desde los tiempos de Moisés, acompañaba constantemente al pueblo.
El Arca era tan sagrada que sólo los sacerdotes podían tocarla. Cualquier otra persona que pusiese la mano sobre ella moriría al instante. Fue lo que sucedió cuando David ordenó que llevasen el Arca desde Baalá de Judá hasta su ciudad: los bueyes que tiraban del carro donde era transportada tropezaron y el Arca iba a caerse al suelo. Un individuo de nombre Uzá, para evitar que sucediese eso, alargó su brazo para sujetarla, pero allí mismo cayó muerto, herido por la cólera del Señor (cf. 2 S 6, 1-7). El Arca era un símbolo de la alianza de Dios con Israel, una garantía de que el Señor cumpliría todas sus promesas; en resumen, simbolizaba la presencia de Dios entre los hombres.
Una promesa que superaba la generosidad de David
Ante la propuesta de David, Natán le aconsejó que actuara de acuerdo con su corazón (cf. 2 S 7, 3); sin embargo, en aquella noche, el Señor se comunicó con el profeta, revelándole que David no llevaría a término sus intenciones. Siendo Dios el dueño absoluto de todo, podía por sí mismo construir un templo para su gloria, sin necesidad del concurso de las criaturas. No obstante, al ver el buen deseo de David, le daría mucho más que un templo o un palacio; le edificaría una casa muy especial, confirmando su realeza y prometiéndole descendencia: «cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre» (2 S 7, 12.14a.16).
A David, que quería levantar un edificio material, Dios le mostraba que la perennidad de una obra proviene de la alianza hecha con Él. Sin ésta, cualquier acción, aun realizada con inteligencia, perspicacia y astucia humana, no atraviesa los siglos. Es necesario, por tanto, que esa alianza no sea abandonada nunca, porque es considerada con cariño y santo celo por la Providencia, según leemos en el Salmo responsorial del día: «Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable» (Sal 88, 29). Tan fuerte era la relación que existía entre Dios y David, que Él, conociéndolo todo como presente, contemplaba en David -como ya había visto desde toda la eternidad- al mismo Salvador, nacido de su estirpe después de innumerables generaciones.
Precisamente en esa particular casa y en ese descendiente, prometidos ambos a David, es donde se centra el Evangelio del último domingo de Adviento, en una liturgia rica en imágenes preparatorias para la Navidad que se aproxima.
II – MARÍA, CASA DE DIOS Y FRUTO DE LA ALIANZA
La casa erigida por Dios para la tranquilidad de David es una virgen, oriunda de su linaje, llamada María. Ella es la Casa de Dios por excelencia, aquella que trae la verdadera estabilidad y la plenitud de la paz. Es el premio de la alianza que el Señor firmó con David, su fruto más extraordinario. Después de Ella vendrá Aquel cuya personalidad no es humana, sino divina, Aquel que es al mismo tiempo criatura y Creador, nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de María Santísima.
El fragmento de San Lucas que analizaremos a continuación es conocidísimo.4 Pero es que el Evangelio, cuyas sucintas frases -¡oh maravilla!- siempre nos presentan aspectos nuevos, se asemeja a un caleidoscopio que, aun teniendo pocas piedrecitas en su interior, al ser girado incontables veces, nunca forma una figura idéntica a las anteriores.
Un Dios encarnado pedía un horizonte a la altura
En aquel tiempo, 26 el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, 27 a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Nazaret era una localidad minúscula, situada en una pequeña depresión, en medio de las suaves montañas de Galilea. Sus casas, que no estaban construidas en el fondo del valle sino encaramadas sobre peñascos, en la falda del monte Nebi Sain, daban al paisaje un toque gracioso y encantador. Este monte, el más alto de todos los que circundan la población, tiene la peculiaridad de poseer una vista maravillosa. «Es seguramente -comenta Fillion- uno de los más hermosos y más emocionantes [panoramas] de que pueda gozarse en toda Palestina. […] Por todos lados vastas extensiones, terrestres, aéreas, marítimas, nos atraen a porfía; por todos los valles, montañas, ciudades o aldeas, el mar y su inmensidad. […] ¡Qué espectáculo! ¡Cuántas veces nuestro Señor, durante su adolescencia y juventud, no oraría sobre este altar sublime y dirigiría sus miradas hacia el mar!».5
Vemos en este detalle cómo la Providencia, al escoger una aldea sin importancia, quiso resaltar la pobreza y el apagamiento en el que el Dios encarnado -Aquel que es la Humildad en esencia- prefirió vivir durante un largo período, distante de las miradas humanas. Para realizar tal designio, podría haber optado por una región baja y profunda; pero prefirió habitar en un lugar elevado, con un amplio panorama, porque su naturaleza divina exigía que la naturaleza humana asumida tuviese un horizonte más de acuerdo con su altura, ¡Dios!
María tuvo la mayor plenitud de gracia posible
28 El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
La expresión «entrando en su presencia» es una muestra de que María estaba recogida en su casa, indudablemente rezando. ¿Qué le dijo el ángel? «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Se supone que la frase no fue estrictamente ésa, sino algo mucho más extenso; no obstante, detengamos nuestra atención en las palabras «llena de gracia».
Teniendo en cuenta cómo en la economía de la gracia todo ocurre de forma muy diferente a la economía de los hombres, debemos considerar que María Santísima recibió, desde su concepción, lo máximo de la gracia que se le concede a una criatura humana. ¡Y qué excelencia era ésa! Si sumásemos toda la gracia de los ángeles y de los bienaventurados que existieron y existirán hasta el fin del mundo, ya en su grado consumado, no alcanzaría la superabundancia inicial de la Virgen. Además, debemos recordar que, a partir del momento de su creación, Ella poseía la ciencia infusa, así como toda la piedad, todas las virtudes y todos los dones del Espíritu Santo, de modo que su primer acto de voluntad fue de amor a Dios. A medida que María iba progresando, esa caridad también crecía: a cada segundo su amor era perfectísimo, completo, y Ella llegaba a la máxima semejanza posible con Dios; y al siguiente segundo avanzaba más, teniendo siempre en sí misma la plenitud de la gracia que podía contener en aquel instante.
Entonces, ¿por qué y cómo terminó la Santísima Virgen el curso de esta vida, una vez que, concebida sin pecado original, no sufrió ninguna enfermedad y, por lo tanto, no hubo ninguna causa para su muerte? María fue impelida a abandonar la tierra porque era tal la cantidad de gracia derramada en su alma que se podría decir que Ella había agotado toda la capacidad de recibir… En Ella no cabía más gracia.
El profundo significado de una breve salutación
29 Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
Por la narración del evangelista vemos que María no extrañó la presencia del angélico visitante, tanto más que Ella se encontraba en oración. Por tal motivo, varios autores6 concuerdan en afirmar que la Virgen tenía familiaridad con esos seres celestiales y en nada se alteró; tan sólo se turbó con sus palabras. Siendo el ángel un embajador de Dios, comprendía que era el Señor quien mandaba transmitir esa salutación. Tal vez incluso hubiese visto ya antes a Gabriel, pues éste no se presentó, como ocurrió en la aparición a Zacarías (cf. Lc 1, 19).
En virtud de su predestinación como Madre del Creador, es evidente que le corresponde también a la Virgen el título de Madre de toda la Creación y, en cuanto tal, Ella estaba relacionada con el orden del universo y con el desarrollo de la Historia, por lo que conocía perfectísimamente las Escrituras y tenía una noción clara de los acontecimientos y de las profecías, desde la caída de los ángeles en el Cielo y la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Tenía conocimiento de la inminencia del advenimiento del Mesías prometido.
Es muy probable que en ese momento estuviese pensando en el Mesías, como asegura San Juan Eudes: «El Verbo increado y encarnado es el Hijo y el fruto del Corazón de María, antes de serlo el fruto de su seno. […] Este Verbo adorable quiere que su Santa Madre le produzca por una generación espiritual, antes de producirle por una generación corporal; […] para que su generación temporal diga una mayor relación y conformidad con su generación eterna; y para que su bienaventurada Madre tenga una mayor semejanza con su Padre divino; y para que el Corazón de la Madre, sea una imagen viviente y un eco santísimo del Corazón del Padre».7 Así, María se extasiaba elaborando la figura de Jesucristo, hasta el punto de imaginar cómo serían sus gestos, su porte, su mentalidad, su voz, cómo haría el bien; sólo ignoraba quién sería su madre y la buscaba en el horizonte, intentando idealizar también sus características.
Ahora bien, la turbación de María muestra cómo era profundo su espíritu y cómo pensó no solamente en el sentido inmediato de lo que le había sido dicho, sino en el significado de las palabras y en todas sus consecuencias, tanto a su respecto como al del panorama histórico. Con su insuperable ciencia teológica, rápidamente haría una correlación entre la salutación angélica y la maternidad divina, preguntándose cómo procedería ante aquello que había deducido…
Mantener la virginidad a toda costa
30 El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. 31 Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. 32 Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; 33 reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin». 34 Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
Para calmar su inquietud, el ángel le anuncia lo que va a suceder, así como los rasgos distintivos del reinado del Mesías, los cuales, sin duda, coincidían con los de sus meditaciones. Tal vez incluso la descripción del ángel fuese insuficiente, pues quizá a éste no le habían sido revelados ciertos detalles que Ella ya había contemplado. Pero en medio de aquella inesperada comunicación, le surgía un problema: nunca había pensado que podría ser la madre del Mesías. Un único recelo la dejaba troublée, perpleja. En efecto, desde el primer instante de su concepción inmaculada, entre la multiplicidad de las gracias que le habían sido concedidas, relucía un extraordinario amor al estado de virginidad y un altísimo llamamiento a la perfecta práctica de la castidad. Ya en los comienzos de su existencia, gozando del uso de razón, había hecho el voto de virginidad y, cuando ingresó en el templo, aún niña, ya se había entregado a Dios como virgen.
El texto evangélico es muy delicado al subrayar que María no había puesto ninguna objeción al plan de Dios y que solamente formuló una pregunta. En realidad, si hubiese manifestado otro temor o levantado dudas sobre cualquier punto, no sería digna de ser la Madre de Dios. Lo que solicitaba era un esclarecimiento acerca de cómo se realizaría ese inefable misterio. Actitud bien diferente, por ejemplo, a la de Zacarías cuando inquirió sobre el nacimiento de San Juan Bautista: «¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada» (Lc 1, 18). Y como no dio crédito a las palabras del ángel (cf. Lc 1, 20) permaneció mudo hasta el día de la circuncisión del Precursor.
La Santísima Virgen estaba prometida en matrimonio a José, como leemos en el versículo 27, es decir, las bodas debían estar preparándose. Aunque los comentaristas discuten sobre esta particularidad, no vacilamos en afirmar que San José no sólo fue informado con precisión del propósito de María, sino que también estaba en entera concordancia con éste, habiendo ya los dos conversado sobre el asunto y llegado a la conclusión de que Dios los preparaba para tal: ambos guardarían la virginidad para el resto de la vida, hasta la muerte. El «no conozco» expresa eso; de lo contrario, Ella no interrogaría al ángel y sería llevada a pensar que de la unión conyugal con José nacería el Mesías.
Caso verdaderamente inédito, pues en aquellos tiempos, tanto para el hombre como para la mujer -con rarísimas excepciones, como San Elías-, la virginidad no era una opción admisible. Si la ausencia de hijos en el matrimonio era interpretada como una falta de bendiciones por parte de Dios, mucho más lo era el no casarse. Sin embargo, María inauguraba una nueva vía y había encontrado el esposo ideal, al ser oída su oración: él sería la protección de la virginidad de Ella y Ella sería la protección de la virginidad de él.
Por un lado, María no quería negar su consentimiento al mensaje divino transmitido por la voz del arcángel; por otro, deseaba mantener a toda costa su virginidad, temiendo ofender a Dios o, al menos, desmerecer ese privilegio, no tanto por lo que éste en sí mismo le importaba, sino por la gloria que daba a Dios. De ahí su perplejidad…
La virginidad, una virtud amada por Dios
35 El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. 36 También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, 37 porque para Dios nada hay imposible».
Ciertos autores dicen que María ni siquiera imaginó en aquella ocasión que «el Espíritu» era la tercera Persona de la Santísima Trinidad, porque la Revelación de este misterio aún no había sido hecha. No obstante, quien aquí escribe no es de esa tesis, pues opina que María ya sabía de la existencia de tres Personas en Dios y, cuando el ángel mencionó al Espíritu, Ella entendió claramente su verdadero significado. Sólo la primera parte de la respuesta -contenida en el versículo 35- le bastaba a María Santísima porque, más que nadie, creía en el poder absoluto del Altísimo; a pesar de ser innecesario para su fe, el celestial embajador le dio una prueba: su prima Isabel había concebido en la vejez.
Dios bien conocía el insigne amor de la Santísima Virgen a la virtud de la castidad, sobre todo a la virginidad, que Él mismo le había infundido al crearla. Por eso no solamente tuvo que mandar al arcángel San Gabriel para transmitir un mensaje -«serás madre»-, sino orientarlo también acerca de lo que iría a suceder, para que resolviese el problema que le surgiría a María en el fondo de su alma, para no sobresaltarla.
Vemos aquí cómo el aprecio por la virginidad es realzado, no sólo en la persona de la Virgen María, sino también en las otras dos personas involucradas en la Anunciación: San Gabriel y el propio Dios. Él, el Todopoderoso, al encarnarse quiso preservar la virginidad de su Madre Santísima y demostrar que si, por un lado, creó al hombre y a la mujer con vistas al casamiento, por otro, ama mucho más la virginidad, en sí, que el matrimonio.
Virgen, madre y esclava…
38 María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.
Al oír la explicación del ángel, María hizo un acto de entera sumisión a la voluntad de Dios. Nosotros rezamos esas palabras en el Ángelus todos los días, aunque tal vez sin penetrar en su sentido más profundo. En aquellos tiempos la esclavitud era la condición más deplorable posible para una criatura humana, el más completo oprobio, pues, según el derecho romano -bajo el cual se encontraba María-, el esclavo era considerado res, que quiere decir cosa, sin derecho a nada. No obstante, Ella dice ser la esclava del Señor con toda conciencia, poniéndose en las manos de Dios que, con entera liberalidad, esperaba de Ella esa respuesta.
Así, sin romper en nada su voto, la Virgen concibe un hijo. El Hijo de Dios se hace hijo de María, como canta San Ildefonso con inspirado lenguaje: «sólo Ella es virgen y madre del Dios Hombre, un solo Cristo. Engendrando un único Hijo en una y otra naturaleza de tal modo que uno mismo sea Hijo de Dios e Hijo del Hombre, y no sea distinto el Hijo del Hombre del Hijo de Dios».8
Este divino Hijo tiene como puerta de entrada en el mundo la virginidad de María Santísima, porque Ella permaneció virgen antes, durante y después del parto. ¡Qué hermosa es la virtud de la castidad, qué admirable es el estado de virginidad! Aquí se hace patente cómo es errónea la idea de que la virginidad no produce; es, muy al contrario, fértil. Innumerables hechos en la Historia demuestran que la virginidad confiere fuerza y valor, hasta el punto de modelar héroes. «Nada hay más sublime -exclama San Bernardo- que una virginidad fecunda y una fecundidad virginal: son dos astros que se enriquecen mutuamente con sus rayos. Ser virgen es una cosa muy grande; pero ser virgen y madre desborda todas las medidas».9
Nuestra Señora, Virgen, pasa a ser Madre de la segunda Persona de la Santísima Trinidad y, por consiguiente, Madre de todos los ángeles y de todos los hombres que, en el transcurso de los siglos, abrazan la vía de la santidad. ¡Éstos serán llamados hijos de María!
III – Y EL TEMPLO SE HIZO CARNE
En el momento de su aceptación, cuando María pronuncia su «fiat», concluye de forma maravillosa y superabundante, como no se podía imaginar, la promesa que Dios hizo a David, basada en una alianza indisoluble, y la realeza se vuelve eterna. El Padre concede a la humanidad el Templo por excelencia. Así es como Dios trata a aquellos que son sus verdaderos amigos, hijos y siervos; premia a los que, teniendo una noción clara de su dependencia con relación a Él, le entregan todo lo que es suyo: siempre les otorga mucho más de lo que ellos ofrecen.
El rey David pensaba que le daba lo máximo a Dios dedicándole un templo; sin embargo, el Señor quería que le ofreciese su linaje, porque Él mismo, Dios, ya le había preparado una posteridad especialísima. Y al confiarla al Señor, David mereció ser antepasado del Salvador, esto es, del propio Dios.
María Santísima aspiraba a ser esclava de la madre del Mesías; Dios, con todo, mandó un ángel para invitarla a una esclavitud mucho mayor… la esclavitud a Él. Comprendió, desde el primer instante en que recibió el anuncio del ángel, que aquel hijo, incluso siendo suyo, debería ser totalmente restituido a Dios, porque era el Hijo de Dios y, al ser Ella también de Dios, el hijo pertenecía mucho más a Él que a Ella… Por lo tanto, Ella tenía que guiarlo, en todo, de pleno acuerdo con la voluntad del Padre a respeto del destino de ese hijo… Le fue revelado además que Él sufriría la terrible muerte de cruz. Y María todo lo consintió por amor a Dios, sabiendo que Él quería, de esta manera, redimir al género humano.
La estabilidad está en la santidad
Así debemos ser nosotros, que de Dios salimos y a Él tenemos que volver. Si buscamos la estabilidad, es sobre todo porque hemos sido creados para servir, alabar y reverenciar a Dios, y mediante esto salvar nuestra alma, con el fin de vivir con Él y contemplarlo cara a cara por toda la eternidad.
En la liturgia de hoy Dios nos llama a la santidad y quiere de nosotros un fiat como el de María, una entrega radical, llena de fuego y entusiasmo: «Hágase en mí según tu palabra». Sólo en la correspondencia a la gracia y en la fidelidad de la fe, o sea, siendo santos, obtendremos la estabilidad y cada uno de nosotros será «templo de Dios» (1 Co 3, 16), siempre hermoso y en orden, como nuestro Señor Jesucristo es soberanamente el Templo de Dios.
Por Mons. João Clá Dias, EP
(Tomado de la Rev. Heraldos del Evangelio)
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1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 5, a. 3; q. 14, a. 1.
2 Cf. Ídem, I, q. 79, a. 8.
3 La duración de la permanencia de los israelitas en Egipto es muy discutida entre los exegetas sin, con todo, haber llegado a una conclusión definitiva. Aquí el autor se limita estrictamente a los datos del Pentateuco (cf. Gn 15, 13; Ex 12, 40-41), evitando entrar en los pormenores de la cuestión.
4 Para otros comentarios acerca de este mismo Evangelio, véase: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¿María sería capaz de restablecer el orden del universo? In: Heraldos del Evangelio. Madrid. n.º 104 (Marzo 2012); pp. 10-17; Comentarios a los Evangelios de las Solemnidades de la Anunciación del Señor y de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, ambos, en el volumen VII de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.
5 FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, v. I, pp. 206-207.
6 Cf. SAN BUENAVENTURA. Meditaciones de la vida de Cristo. Buenos Aires: Santa Catalina, 1945, p. 10; JOURDAIN, Zéphyr-Clément. Somme des grandeurs de Marie. 2.ª ed. París: Hippolyte Walzer, 1900, t. II, pp. 267-268; LE MULIER, Henry. Vie de la Très Sainte Vierge. París: Pilon, 1854, t. II, p. 251.
7 SAN JUAN EUDES, apud ALONSO, CMF, Joaquín María. El Corazón de María en San Juan Eudes. Historia y Doctrina. Madrid: Co. Cul., 1958, v. I, pp. 151-152.
8 SAN ILDEFONSO DE TOLEDO. De virginitate Sanctæ Mariæ. Lect. VI. Toledo: Arzobispado de Toledo; Instituto Teológico San Ildefonso de Toledo, 2012, p. 209.
9 SAN BERNARDO. Sermones Litúrgicos. Domingo dentro de la Octava de la Asunción, n.º 9. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2006, v. IV, p. 407..1.
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