Redacción (Miércoles, 07-01-2015, Gaudium Press) Él dormía. Las olas golpeaban, el viento soplaba. Entre los crujidos de la barca y las voces de los pescadores, el barullo era ensordecedor. Pero Él, impasible, dormía. Los Apóstoles, no acostumbrados todavía a la mirada de la fe, estaban más preocupados por encontrar soluciones humanas que pedir el auxilio divino. Y fracasados en su intento, en lugar de acudir esperanzados a un milagro que viniera de la mano divina, le reprochan enfadados a quien los podía salvar: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4, 38).
Representación de Jesús en la barca, con sus discípulos Catedral de Chartres |
¡Oh, actitud tristemente frecuente!… La figura del Maestro acostado en una barca que se está hundiendo es clásica. Porque también es clásico que el hombre, inveteradamente autosuficiente, busque en sí, y no en Dios, la solución a sus problemas. Problemas que, a su vez, son permitidos por Dios para que el ser humano reconozca que sin Él no puede hacer nada (cf. Jn 15, 5). Por eso, en algunas ocasiones, Jesús finge que da una cabezada…
El orgullo a menudo se niega a darse por vencido. Algunos ven un ímpetu de venganza en aquellos que exigían la crucifixión del Señor por el hecho de que el Salvador se había negado a concederles la realización de su sueño mesiánico, el cual no consistía en alcanzar la gloria de Dios ni la santidad individual, sino beneficios humanos y terrenales, cuando no directamente ilícitos.
Así, ante la prueba, el hombre tiene dos caminos: uno sobrenatural, de resignación humilde y de esperanza confiada, que junta las manos y pide a Dios protección y auxilio; otro, orgulloso, que ve en el dolor, destinado a purificarlo y unirlo más al Padre, un castigo indebido. En estos tristes casos, suele ocurrir entonces que el hombre mundano, desde su iniquidad, acusa a Dios de injusticia (cf. Ez 18, 25), y por odio pecaminoso contra el origen de toda justicia trata de matar al Autor de la vida.
En el caos del mundo de hoy, mientras que unos acusan a Dios, otros le consagran una indiferencia sistemática y algunos más se vuelven suplicantes hacia lo mundano, lo terrenal: política, tecnología, soluciones medioambientales, acciones sociales… Son pescadores en la tempestad que se afanan entre cuerdas, mástiles y velas. ¿Quién se acuerda actualmente de recurrir filial, ardiente y devotamente a Aquel que, serenísimo, parece dormir en la barca?
Y, no obstante, está constantemente junto a nosotros, dispuesto en todo momento a atendernos, ampararnos y protegernos, siempre que a Él acudamos con humildad y rectitud; ¿acaso habrá disminuido el poder de Aquel que con una palabra curó a los leprosos, les dio la vista a los ciegos, resucitó a los muertos, expulsó a los demonios? «Unos confían en sus carros, otros en su caballería; nosotros invocamos el nombre del Señor, Dios nuestro», dice el salmista (Sal 19, 8).
Al contrario de lo que predica el mundo, tienen el timón de la Historia los que confían más allá de toda esperanza, con los ojos puestos en Aquel que afirmó: «tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Y a esos gigantes de la fe es a quienes verdaderamente pertenece el futuro. Aquellos para los que, como decía Santa Teresa de Jesús, «sólo Dios basta».
(Editorial Rev. Heraldos del Evangelio, Dic. 2014)
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