Redacción (Viernes, 23-01-2015, Gaudium Press) Por medio de las reflexiones que la autora hace en el artículo que hoy transcribimos, somos conducidos a también oír lo que ella, lógicamente, imagina: Cuando el calor del Sol y el peso de la vida te parezcan por demás duros, ven a reposar bajo la luz tamizada por los coloridos de la gracia. Veamos:
– ¿Cómo no quedar tomado de admiración al contemplar un magnífico panorama marítimo? ¿O el delinear de un arcoíris después de una tempestad? ¿O incluso el simple florecer de una flor salpicada de rocío e iluminada por el Sol?
Las criaturas, podríamos decir, no consiguen mantenerse cerradas en sí, sino que cantan con muda locuacidad la gloria de su Creador, glorificándolo con sus excelencias y restituyéndole, de ese modo, el bien que de Él recibieron.
Con todo, así como el Divino Artífice concedió a la naturaleza la facultad de revelar de algún modo su suprema belleza, quiso otorgar al ser humano la capacidad de elaborar maravillas todavía mayores, partiendo de los seres inanimados. Pensemos, por ejemplo, en la diferencia entre un diamante en estado bruto y la gema de extraordinaria hermosura salida de las manos de hábil tallador. O en las finas sedas tejidas a partir de prosaicos capullos de gusanos.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Dado el insaciable deseo de perfección puesto por Dios en el espíritu humano, se podría trazar, recorriendo los siglos, un capítulo de la historia titulado «La búsqueda de lo Bello». Y en él veríamos que cuanto más una civilización está próxima de Dios, mejor consigue reflejar en sus obras las sublimidades celestiales. Razón por la cual lo mejor del patrimonio cultural y artístico legado a nosotros por el pasado fue edificado en las eras de mayor fervor cristiano.
Una pequeña muestra de eso son los vitrales, surgidos en la época áurea de la Edad Media. Fruto de manos y corazones amantes de Dios, tienen ellos la virtud de transformar la luz material en un abanico de colores que, con la ayuda de la gracia, al mundo sobrenatural. Cuando la luz del Sol los atraviesa, materia y espíritu como que se besan, creando una atmósfera propia a apaciguar el corazón de quien se detiene para contemplarlos.
Así, podemos imaginar un alma especialmente afligida, tomada por angustias y dificultades de la vida, entrando en una bella catedral y volviendo los ojos, de modo instintivo, al origen de la policromía luminosa que adorna sus paredes. Al depararse con la figura diseñada en el vitral, va ella siendo tomada de a poco por una consolación que llena su alma de equilibrio y la lleva a recogerse y rezar.
Representada en el vidrio en espléndidos colores, vemos a María Santísima con su Divino Hijo en los brazos, en un gesto de tierna súplica, pareciendo pedir clemencia por un pecador.
Dulcificada y serenada por tal luz y fortificada por la oración que imperceptiblemente hiciera, la persona sale del templo consolada y llena de confianza. Siente como si una voz sobrenatural le hubiese susurrado: «¡cuando el calor del Sol y el peso de la vida te parecieren por demás duros, ven a reposar bajo mi luz tamizada por los coloridos de la gracia!».
Entretanto, si a veces esta luz se eclipsa, como ocurre a la noche con el vitral, jamás perdamos la confianza. ¡Al rayar de la aurora, aquel rayo de luz volverá a relucir todavía con mayor fulgor!
Por Fahima Spielmann
(in «Revista Arautos do Evangelho», Maio/2012, n. 125, p. 50-51)
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